maría neder

la narrativa, cuentos, novela  
 

CONTRA CORAZÓN

 

(1993) Cuentos

 

Contra Corazón (tapa)

 

Contra Corazón (contratapa)

"EL FINAL DE LAS LÁGRIMAS"

 

Premio Fundación Inca 1989

Jurado: Héctor Tizón, María Granata, Isidoro Blaisten.

 

Ilustrado por Virginia Patrone.

 

 

"CERVEZA CON ESPUMA"

 

 

ENTRE LOS HUECOS

(1994) Cuentos

 
Entre los huecos (tapa) Entre los huecos (contratapa)

 

"LA VISITA"

 

Ilustrado por Virginia Patrone.

 

READING EDGE LECTORA A DOMICILIO

(2006) Novela

 
Reading Edge (tapa) Reading Edge (contratapa)

PRIMER CAPÍTULO

 

  ESTE AÑO UNA ENFERMERA CUENTO  
 

CALIENTE

 

CUENTO, Tercer Premio Concurso Internacional (Publicado en Antología Astor Piazzolla, Ed. Vinciguerra, Bs.As., 2000)

 
 

 

 


 

 

EL FINAL DE LAS LÁGRIMAS

 

La depresión más honda de su vida fue una tragedia para todos nosotros, un drama que se produjo con secuencias diarias y sin intermitencias. Sus continuas frustraciones, que se venían sucediendo desde hacía nueve meses, explotaron como la eclosión inesperada, casi absurda (porque a decir verdad, confiábamos plenamente en su fortaleza de espíritu y su equilibrio mental).


El final de las lágrimas - Ilustración Virginia Patrone

 

Comenzó una mañana en que no se levantó como de costumbre. Por la noche al llegar a casa, comprobamos que aún seguía encerrada en su cuarto. Todo estaba tal como lo habíamos dejado y cuando golpeé a su puerta respondió con el ruego lógico en días de actividad: déjenme descansar, por favor. Al día siguiente tampoco la vimos por la mañana. Decidí regresar al mediodía y la encontré en camisón, llorando desesperada y dando vueltas por la casa como si quisiera salir. No supe qué hacer, procuré que no me viera y la observé un largo rato detrás de la mesita del hall de entrada; se dejaba arrastrar como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado y la cantidad de angustia le tironeara los miembros hacia abajo. Caminó suplicante y cansada desde la cocina al baño y luego a su cuarto, se acostó en la cama y lloró aún más. Me fui sin hacer ruido. Esa noche demoré pero el estado de las cosas al volver era exactamente el mismo. De noche podíamos oír su lamento continuo, pero solía serenarse y nos parecía que lograba un sueño profundo y pesado. Yo temía que no quisiese despertar, y ella despertaba, aunque para llorar y arrastrarse cada vez con más tristeza. Pasaba todo el tiempo en camisón, encerrada, escondiéndose del mundo. Los primeros diez días lloró continuamente hasta agotar las lágrimas.

 

Mi primo el terapeuta dijo que esas lágrimas eran como la fiebre en otra enfermedad, entonces yo rogaba para que salieran de una vez, aunque la agotaran al punto de no tener fuerzas para caminar, pero que acabaran de salir para iniciar la recuperación.

 

Tuvo que permitirse otras manifestaciones de la angustia. Los diez días subsiguientes, sin reponerse aún, lloró y siguió llorando, ahora por el clítoris. Día y noche. Y las lágrimas estampaban el recorrido de su andar. El piso ganaba pequeños círculos brillosos y salados que aumentaban cada día, cada noche, cada hora. De su cuarto al baño, del baño hacia el living o hacia la cocina, apenas unas vueltas difíciles de reconstruir, que se superponían con el regreso a su cuarto, según parecía, apoyándose o sosteniéndose en la pared. Fue así como agotó la producción líquida de su cuerpo que sólo expresaba el estado de sufrimiento mudo, permanente y real. Los veinte días subsiguientes necesitó más lágrimas para tanto desconsuelo y comenzó a transpirar, a través de todos sus poros, lágrimas de pesar irreparable que humedecían las sábanas y quemaban la piel.

 

Ya no se levantaba, ya no cerraba su puerta.

 

Una noche me asomé para verla, aún dormida su cuerpo lloraba con temblores de sudor, su aspecto mostraba el agotamiento del alma quebrada y sus puños tensos habían borrado la figura de sus manos.

 

Al final, agotado ya el cuerpo de tanto llorar, la tía Zulema quedó quieta y seca sobre su cama. Quedé tieso cuando entré a su cuarto (esa tarde regresé temprano) y vi algo parecido a un montón de papeles arrugados. No sé qué extraño zumbido me sacudió por un momento, mi detención fue breve pero la sensación de parálisis creo que fue por el aire quieto y frío de esa cámara transparente en la que ingresé; algo, sí, aleteo, casi una vibración, me recordó que allí debía estar ella. Debe ser por eso que al acercarme distinguí una parte del esqueleto cubierto (persistente pudor aún en la consumación) con una traslúcida película de piel (o gasa, ya no recuerdo).

 

La tía Zulema nos dejó su imagen de fruta humana seca para estupor del resto de sus sobrinos que no creían mis relatos.

 

 

 

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CERVEZA CON ESPUMA

 

Un corazón de canciones Ivo Krush. Manos muy grandes, que han sido puños endurecidos golpeándose en sus propias paredes. En su andar se lleva muertes y lejanías, se guarda los cielos de Yugoslavia, será por eso que sus ojos parecen siempre mirar otra cosa. Comerciante incansable en las tres fronteras, como todos ellos, los que renacieron un mapa antiguo; hace unos cuantos años que Croacia es el círculo de amigos y casi parientes que decidieron esta pequeña porción de .la Argentina, Crecieron los hijos y nietos como croatas orgullosos, tejiendo un interminable abrigo de bolsillos mágicos. Región casual, próspera para ellos, no por amor a la tierra sino por esa unión familiar que convierte a cada rubiecito en el depositario de recuerdos y nombres, a cada rubiecita guardiana de luchas y de hombres desconocidos. Y el trabajo y el sacrificio y el irreversible viaje a aquellas tierras de abuelos y tíos. Pero Ivo Krush alcanza al fin la felicidad. Ya no sueña con las pérdidas, ahora su mirada melancólica suele filtrar los destellos de su ternura dormida. Ahora no quiere discusiones ni se presta a las repetidas bromas del grupo, ahora sonríe, en silencio, sus ojos se le achican y no hay lágrimas.

 

Por deporte, para continuar con ese odio que no se cuestiona cuando se es croata, esta mañana don Ivo discutió con Samuel Slavin, transpiraba artículos de cuero y unos cristales. Pero cuando cruzó la calle recuperó el día, el cuerpo firme de Alelí, su enamorada, latía en su mente. Ocupó un sillón en las mesas de la vereda del bar Ángelo y se decidió a disfrutar de una cerveza. Eso era la vida. Al fin la cúspide que anhela todo hombre. No importa que sea una niña todavía. Quiere casarse, lo colma de caricias y sonríe a cada paso. Bebe con placer. Esta paraguayita le da lo que nunca, nadie, ninguna le ha dado. Lo que no puede entender es por qué ellos lo critican con tanta furia. No saben lo que es sentirse hombre completo, al fin de cuentas ellos no tienen por qué meterse. Renacer a esta altura de la vida, ésa es lo que no pueden algunos, los que han dejado de dirigirle la palabra porque no aporta su cuota mensual para Milo, que está postrado, allá él si no cuidó su dinero. Somos una familia sí, pero Alelí me quiere y quiere casarse, anoche volvió a pedírmelo. Bebe cerveza como si el momento fuera eterno, sonríe. Ivo está loco, dicen. Vuelve a sonreír.

 

Con un ademán de su manaza pide otra cerveza y se distiende al sol que humedece su frente pentagramada. El vaso frío le entrega gratificantes sorbos de cerveza y sonrisas a todas las mujeres que mira, a todos los chiquitos que venden pasas de uva y manzanas por las mesas. Se detiene en una chinita linda de ojos brillantes y movedizos que suelta besos y labios carnosos a un muchacho, están sentados en una mesa cercana. El muchacho parece estar más orgulloso de los besos que recibe que de su propia robustez, quizá de ambas cosas. A Ivo le gusta esa imagen, bebe, últimamente disfruta cuando los jóvenes se besan. Piensa en su niña guaraní, su piel sedosa, sus contornos pronunciados, sus pequeños pechos redondos y duros. Pide otra cerveza, observa a la juguetona que tiene ante sus ojos, le parece que lo besa a él, se le seca la boca, toma un trago, sonríe, piensa en esta noche, acaricia el pelo de Alelí y enreda sus dedos en él y la juguetona extiende un dedo y el muchacho lo muerde, y él pone su mano en la boca de ella y ella pasea su lengua y juega con los dientes. Ivo bebe otro sorbo prolongado, siente los mordiscos en su piel, sonríe, no puede dejar de mirarlos, alza su vaso mojado para jugar con la imagen a través del vidrio, a través del líquido color ámbar, reconoce en ella a la última mujer de Milo, bebe, repentinamente siente frío, pide otra cerveza. Pero Milo río se casó con ella, pero mi mujercita me adora, me casaré y nos iremos de paseo por Yugoslavia y luego a Grecia y a Italia y en Buenos Aires compraremos un departamento y nos iremos una vez por mes para no abandonar los negocios y todos estarán celosos y qué me importa lo que digan porque me envidiarán y bebe porque tengo mujer, a Milo lo envidiaron sí y él parecía feliz pero no se casó, le compró una casa pero no se casó y la cerveza le refresca la lengua, la garganta, el cuerpo y el corazón y pide otra botella y nos iremos a Dubrovnik y caminaremos por Strosmajerova y un sorbo que alivia y visitaremos a María en Zagreb y compraremos salamines y sonríe y después a Grecia y también le compraré una casa a orillas del Paraná y un trago más y esta misma noche se lo diré y sonríe y la paraguayita se ríe y ella me besará, así, y con esto termina otra botella y pide otra y un nuevo vaso helado para reconfortarse porque siente calor y el sol y siente sus besos su piel tersa porque después a Italia y si nos fuéramos este mes le compraré abrigos y pasearemos por las calles de Roma y nos abrazaremos, así, también podríamos pasar por Innsbruck y toma cerveza como si sintiera los orgasmos de Alelí y ella se ríe y besa al muchacho y después a él y otro trago y le gustará tener un departamento en Buenos Aires y a ella también sus amigas la envidiarán y siente más calor y la chinita hermosa le clava los ojos y el muchacho lo mira y toma otro trago y siente miedo.

 

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LA VISITA

 

 
  En aquel momento le pedí besáme. Su mano tenaza caliente fue a mi cintura y con el otro brazo comenzó a presionarme la espalda hasta hacerme cimbrar, la mano de ese brazo se movió enloquecida rastreándome, llegándome al cuello y subiendo agazapada entre mi pelo. Había un impulso detestable, una urgencia rozando la belleza, porque mordía mis labios con la pasión no cotidiana, casi anclados los dos en la vereda y la gente caminando y el taxi habría pasado frente a nuestros cuerpos y su lengua buscando mi garganta en un ahogo maravilloso mientras la saliva me goteaba y su barba se dejaba humedecer y me achiqué en su cuerpo, acepté el abuso y me dejé y sus dientes tironearon hasta el último dolor insoportable, me temblaban las rodillas pero él estaba pisándome los pies para contener mi caída, la ilusión de no ver más, alguien lo había dicho antes y yo lo sentí, que había sido suya en todo momento, en el ahogo y la sangre brutal, volcánica, ya con baba y todo fue un mismo líquido. Alguien que habrá pasado frente a nosotros dijo mirá mirá. Neil se separó dulcemente y escupió mi lengua hacia el cordón de la vereda.  Después buscó un pañuelo y me tapó la boca. La Visita - Ilustración Virginia Patrone  
 

Dos días antes Paul llegaba, de Francia, sin aviso y haciendo sonar el timbre del portero eléctrico en medio de un desayuno casi idílico, y sin exageraciones. Una sabe de qué halo se cubren las cuestiones de rutina para lograr tener tintes idílicos. Con semejante timbre desafinado yo me había asustado más que Neil porque últimamente nos perseguía la mala racha (dos días antes, a la misma hora, habían venido del Juzgado para entregar una citación). Paul tuvo que subir porque somos atentos, porque ni Neil ni yo sabemos decir no, porque qué bien Paul aquí desde tan lejos. Porque no sé qué mecanismos Paul estaba sentado en uno de los sillones tomando café y diciéndole a Neil que estaba acá porque yo había estrenado una obra de teatro y yo pensando qué mierda le habré dicho a este Paul y no recordaba y no hubo caso, aún no lo recuerdo. Aunque con seguridad debo haberle comentado en la única carta que le envié que mis planes, que una obra, que algo por el estilo. Neil sostuvo su cara de póker lo más que le da y yo inventé sonrisas y complacencias ridículas por alguno de mis mecanismos contradictorios. Neil se fue a la oficina y el dulce Paul nos invitó a cenar.

 

Por la noche fue Neil, que aún  con su muela ausente y después de un helado postodontólogo, eligió un buen restaurante a su gusto, dispuesto a comer como en su gran noche. Paul habrá gozado el buen vino pero olvidó su invitación y Neil desembolsó nuestros billetes. Después hubo café bohemio, buen regreso con promesas y planes para el sábado. Entonces Paul debe haberse sentido grande muy grande. Como sin querer suele una hacer sentir a cierta gente. Como sin querer le sale a una esa puta modalidad, tan puta sensual que brinda placer más placer al otro y ni siquiera se toma el tiempo de sentir lo asqueroso que resulta que un tipo como Paul esté gozando a costa de sus anfitriones. En algún momento me sentí molesta o invadida o exigida. En algún momento Neil no soportó a Paul. En algún momento Paul no soportó su papel de simple visitante, simplemente de paso e igualmente atendido por cualquiera de nosotros.

 

El día siguiente fue sábado de Centro Cultural y galería de fotos, charla tonta e intercambio cuidadoso de chistes que no ofendieran demasiado nuestras nacionalidades. Hubo excelente música, como Paul no está acostumbrado en su pueblo, con caricias de Neil a mi pierna y de mi mano al cuello de Neil. Habrá -también- habido alguna mirada celosa y caliente de Paul a nosotros.

 

Después del jazz y mi alegría musical hubo cena que Neil decidió aunque, por suerte para nosotros, Paul usó su tarjeta internacional. Y allí sí comenzaron los sablazos verbales. Paul traía deseo encima y entonces pensé que mejor aguantar ya que faltaba poco. También deseaba que Neil me poseyera con su mirada, como acostumbra a hacerlo en público y yo me mojo. Pero hubo corolario de café. Caminamos unas cuadras hacia la avenida, tal vez para sentir el sábado o la gente o para llenarnos de extranjeros noctámbulos. La noche no estaba ventosa. Daba gusto. Final de café con más estupideces en forma de palabras y Paul que se anima a dar su estocada espléndida: con los ojos brillosos, con toda su sonrisa atragantada, lo mira a Neil contándole que cuando yo lo llamé, no sé qué cosa.

 

Mutismo es también brutalidad cuando no se dice lo que se tiene que decir. Por ejemplo mirar a Neil y sonreírle y recordar que es cierto, que algún día que en ese momento no sabía cuál yo había llamado a Paul por no escribir una carta, porque quería saber cuándo vendría, porque Neil y yo no estaríamos en la ciudad, porque la locura altera todo los renglones de la memoria y los mecanismos terrosos de Neil, y también los mecanismos de elección de ciertos minutos fatales, algo como un derramamiento de silencio, la locura natural o circunstancial que una no sabe, que una se piensa que puede modular palabra y no lo hace mientras mira a Paul y le dice sin decir qué mierda pretende con lo que dijo o qué mala leche le ataca y desde qué hora de ese maldito día. Pero no, sin palabras. Entonces Paul dice que se irá al hotel porque mañana debe viajar y si nosotros nos quedamos ahí, en el bar. Neil dice nos vamos y nos vamos los tres.

 

Y en la vereda nos despedimos, paramos un taxi para Paul porque nosotros vamos caminando, le dijimos.

 

El sonriente de Paul no había cerrado aún la puerta del taxi cuando Neil y yo comenzamos a caminar, lo tomé de la mano. Supe que hervía en imágenes por aquel llamado. No me gustó su cara pétrea. En aquel momento le pedí besáme.

 

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PRIMER CAPÍTULO (Reading Edge, Lectora a domicilio)
 
 

 

 

Mi padre me llevó por primera vez al café antiguo el día que cumplí veinte años. No sacralicé mi entrada. Dejé que él eligiese la mesa. Parecía sereno, me ofreció un chop de sidra y señaló un cuadro detrás de mí. Habló de un barrio que quedó bajo las aguas, un barrio de músicos, genoveses y bailarines de tango. Señaló una foto de Juan de Dios Filiberto, terminó su sidra y se detuvo con los ojos bajos. Luego me miró y dijo con una especie de urgencia o exaltación:


-El sábado vamos a Chile, nos quedamos una semana en Santiago y después paseamos. ¿Te gusta?

 

-¿Es regalo de cumpleaños?

 

-No solamente. ¿Te gusta?

 

-¡Obvio! Pero... hay algo más papá ¿no es cierto?

 

-Hay algo más, sí, ya te vas a enterar.

 

-¡Qué suerte que no tengo gato, ni novio!

 

 
 

-Qué suerte que te va bien en tus estudios, podés faltar, y qué suerte que no tenés alumnos ahora, y qué suerte que puedo invitarte a comer esta noche.

 

En Santiago supe que pronto me quedaría sola. Conocí a su novia. Anunció otros planes. No me abandonó. Hizo la suya.


Tan previsor mi padre. Después de dos años se animó a concretar, él se fue al otro país y yo me entregué a una película. Igual que con el aviso: fui la primera, hasta que aparecieron las demás, empecé una rueda oscura que sigue marchando y me sacude barro. Porque cuando nació mi hermano no me importó, pero cuando conocí a ella, la otra hija. Supe que mi padre era sólo capaz de hablar frente al hecho consumado. Aquella "novia" era madre de mi hermana desde el primer día, desde mi viaje ingenuo, a los veinte años. Qué espantoso suena "mi hermana". Ella es la otra. Tan parecida a mí, tan parecida a mi padre. Aún él me enviaba una suculenta mensualidad, no como ahora.


Me invitaron (no puedo precisar la fecha, era verano) y viajé. Todo está bien, me dije, todo está en su lugar. Y a mi regreso de Santiago puse en venta el departamento.


Me gustaba la avenida pero no pude sostener aquel placer lechoso, casi pueril. Ni la sonrisa. Ni la costumbre de sentarme en el mismo sillón donde había sido la primera, junto a mi padre, oyendo aquella música que nunca entendí y sin embargo tenía el mismo timbre que su voz.


Dejé pasar un tiempo. No. El tiempo me pasó sin darme opciones. Cuando le escribí fue porque estaba a punto de concretar la venta. Mi padre me llamó furioso.


-Tan orientado a los monosílabos -le dije.


Estoy segura de que también llamó al martillero para frustrar mi anhelo. 


A los dos meses envió una tarjeta -adora las tarjetas de papel artesanal- felicitándome por "la nueva etapa", como suele llamar él a mis cambios abruptos, nacidos por la noche, pidió disculpas y me alentó a una mudanza. No hizo más que repetirse, era cuestión de sentarme a esperar. También me envió dinero, cartones de cigarrillos y el gran libro de edición numerada: Poesía y Dibujos de Pablo Neruda. Se los grabé en un compacto con la voz más alcohólica y sensual que pude, sabía que no estaría solo cuando lo oyera.


Mi premio fue Ignacia. Ella y su familia estaban de visita en la casa de mi padre. Todos se enamoraron de mí. Además, la foto que acompañó el regalo era toda una obra de arte. Me costó tres horas posar para Lu Manix, un homosexual que me acariciaba la cara y el pelo cada vez que nos encontrábamos en el ascensor.


-Querida, nadie te ha fotografiado hasta ahora. Vas a ver lo que hago con esta carita.


-Con una condición.


-¿Una sola?


-Una sola. Que después no las uses, ¡para nada!


-¿Para nada?


Asentí, lo miré fijo y le sonreí.


Al día siguiente lo llamé, estaba deprimido pero me invitó a subir. Ocupaba un departamento idéntico al mío, tres pisos arriba. Llevé una botella de champagne. Hizo una omelette de queso, abrió una caja de papas fritas y brindamos por las caras más lindas que le enviaría a mi padre. Le brillaban los ojos, dijo a trabajar y mi premio fue Ignacia.


La llamada de mi padre, Azul e Ignacia. 


Hasta que a mi padre ya no le importó ni su propio recuerdo. Será por eso que finalmente pude vender aquel departamento.

 

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ESTE AÑO UNA ENFERMERA

 

Allí estaba la jaula. El tiempo y la tristeza

HAROLDO CONTI  (Alrededor de la jaula)

 

A pasito corto. Porque sé que no existo. Puedo salir a la calle. ¡Bah!, existo de a ratos. Diez minutos cada dos horas. Algunos días. Otros, apenas dos o tres minutos. Siempre sostenido por el cable del teléfono. ¿Bien papá? Sí, bien. Ya no me gusta hacer equilibrio de existencia desde el tubo negro y resbaladizo. Pero puedo salir a la calle. Intentarlo. Conozco de memoria el barrio y mucho más. Sé la sucesión de los nombres y me actualicé de los últimos cambios. No me perdería. Me he visto caminar cruzando esas calles con paso ligero: media cuadra hasta llegar a la avenida Belgrano, después Moreno, Alsina, Hipólito. Una vez llegué hasta Avenida de Mayo, un poco cansado pero fue un sueño maravilloso. Andar nuevamente por las calles. Caminar un poquito nada más. Hasta la farmacia de la esquina de San José. ¿Seguirá estando en el mismo lugar?, ¿estará igual? O tal vez más iluminada y con todos esos firuletes para el pelo que las mujeres usan ahora. Lo sé porque cuando me llevaron a la Clínica tuvieron que estacionar el auto a una cuadra y no me bajaron en la puerta, me dejaron caminar. Vi una farmacia, otra, colorida y atestada de cintas, moños, frascos de todos los tamaños, aparatos raros, peines con forma de pez y otro como una ballena.


Me gustaría llegar a mi farmacia y mirar una vidriera con esos desodorantes negros y los importados, repleta. Tal vez cambiaron la balanza, tal vez el viejo simpático se murió (nunca le pregunté el nombre) y esté la hija, que ahora rondará los cincuenta, ¿habrá engordado? Siempre fue una tabla, flaca y movediza. Nadie reparará en mí. Podría caminar lenta o rápidamente, con bastón o arrastrando los pies, a pasito corto. Dicen que las veredas son un desastre, que uno se puede matar sin siquiera bajar a la acera. Que si hay alguna manifestación popular la gente se pone más loca. Que si pasa alguien corriendo te tira al suelo sin querer y sigue corriendo.


Pero como yo no existo, nadie se dará cuenta. Tal vez me cueste caro. Son capaces de castigarme, aunque últimamente están tan ocupados que podrían no enterarse. Lo que pasa es que el portero de este edificio es un alcahuete, mucha sonrisita por conveniencia, chusma. Estúpido. Inepto. La otra vez no me dijo nada pero sé que a Marita le comentó lo de las cáscaras de banana. ¿A quién se le puede ocurrir venir a retarme? Si soy más tranquilo que agua de estanque. Soy ordenado. Me lo paso leyendo, mirando televisión. Cuando viene la enfermera le miro las piernas y si está con pantalones le miro el culo. Ese culo. Qué grande. Qué gordito. Cualquiera pensaría que me provoca taquicardia, que acelera el pulso. Yo ando con el pulso bien, muy bien, a veces se acelera, unos pocos minutos antes de que ella llegue. Pero se lo miro bien mirado, lo fotografío, sí, mentalmente me lo grabo y siento un alivio caliente que me recorre el pecho, las piernas. Se me refresca la cabeza. Se me abren los ojos. Trago saliva. Le sonrío, me sonríe, y cuando se agacha para acomodarme en la cama le miro las tetas, aunque tenga un pulover grueso yo le miro las tetas. Las tiene grandes, redondas. Las veo blancas y olorosas y hasta podría asegurar que tiene los pezones morados y grandes como aquellas monedas de diez centavos que nos daban de vuelto hace unos cuantos años, de eso prefiero no acordarme, hay que sacar cuentas, es demasiado aburrido. Prefiero seguir con el cómputo de vestimenta. Es sencillo: cuando está con pantalón, no anoto nada. Sólo en la columna “con falda” marco una cruz y el día. Cada mes comienzo un nuevo balance.


Así que me lo paso mirando televisión o las tetas de la enfermera y su inmenso culo generalmente negro y ajustado. A la tardecita me gusta leer. El otro día encontré un libro nuevo, no es mío ni era de Zulema, debe ser de alguno de los chicos. Unos cuentos buenísimos. Me encontré con Maupassant, ¡cuántos años!. Qué habrán hecho con aquellos libros. En éste leí como si fuera la primera vez “La seña”, una historia que se las trae ¡qué buena está! ¡Qué grande, la baronesa liberada y la marquesita levantándose a los tipos desde el balcón de su casa. Picardías en la Francia del siglo XIX. Me guardé el libro debajo del colchón por las dudas que el dueño o la dueña se lo llevara. La verdad es que no sé de quién puede ser, si fuera de Marita o Julián ya me hubiesen preguntado dónde puse el libro. Tal vez sea de mi nieta Pilar, la mayor. ¡Qué me importa! Lo tengo guardado debajo del colchón y ahora puedo leerlo cuantas veces quiera. Todo porque no me dejan comprar ni revistas. Ellos deciden qué he de leer y qué he de hacer mientras siguen pasando los días y las noches con visitas cortas y el famoso ¡Hola papá! ¿Dormiste bien? ¡Qué estupidez! Pues claro que duermo bien, y mucho mejor dormiría con la enfermera viniendo por las noches en vez de las mañanas, con una buena revista llena de enfermeras con infinitas inyecciones y dispuestas a masajearme las nalgas sin apuro, con cariño y fruición, como se debería tratar a un ser viejo y despojado, un viejo estorbo y trapo inútil que les complica la vida, aunque no lo digan.


Pero estoy pensando en salir a la calle. Hay que delinear una estrategia. Hace días lo estoy pensando. Más que pensar, estoy viéndome salir a la calle. Lo que pasa es que antes de salir siempre se me viene el portero y ahí tengo un grave obstáculo, en ese instante ya no puedo continuar con mi estrategia, se me paralizan las piernas y tengo que correr al baño para no hacerme encima. Si con sólo imaginarlo al gordo podrido ése, su cara de hipócrita y cuentero, si nada más que con eso me corre este sudor frío, entonces tengo que pensarlo mejor.


Tengo que encontrar la mejor forma sin ponerme nervioso. La decisión está tomada. Ahora debo animarme. Saber cuál es el horario exacto para salir, cerrar la puerta sin que la vecina oiga el más mínimo sonido, tomar el ascensor, luego caminar silenciosamente por el pasillo y finalmente salir a la calle. Todo esto y que nadie se entere. Pero debo tener bien claro que si se enteran: ¡Al geriátrico!
No es que me aterrorice el geriátrico, podría ver más enfermeras, de día y también de noche. A lo mejor una podría ponerme suavemente la inyección mientras que otra al mismo tiempo me toma el pulso y me dice algo que yo no quiero escuchar. Varias enfermeras. Pero no. Ellos no llamarían por teléfono todos los días. No podría ver televisión o leer cuando se me dé la gana. En ningún otro lugar me divertiría tanto comiendo bananas. Además estaría muy lejos del mundo. Siempre habrá alguien  agonizando. Y seguro que habrá olor a hospital. Geriátrico. Delante de mí han esbozado apenas la palabra buscándole la sonoridad alegre que para ellos pueda tener. Por supuesto que me hice el sordo, como siempre, más que siempre. La que lo dijo fue Marita y me miró para sondearme, yo le sonreía a una divina de la televisión que bailaba desnuda con la botella de Cinzano en la mano, y mi escena no había terminado (la divina de bailarme ni yo de sonreírle) cuando oí que Julián le contestó: no es necesario, él está bien y nosotros también. Así que yo estoy bien. Eso es lo que piensa mi hijo. ¡Claro!, frente a la posibilidad del geriátrico estoy muy bien. A su manera me miman, están convencidos. Pero, ¿por qué no me traen algunos chocolates de vez en cuando?


A veces me pongo caprichoso. Ya lo sé. Ellos dirán como un chico. Para entretenerme. Ellos piensan que estoy bien y no puedo quejarme, no quiero quejarme. Sin embargo, todas estas sensaciones tienen que ver, todas juntas, las de la cáscara de bananas también. Es sencillo: me encantan las bananas, y las que me traen son riquísimas. No me dejan comer más de dos por día. Cuando llego a la cocina, veo la ventanita abierta, me como la banana y tiro la cáscara abajo. Ya lo sé: caen al patio del portero.

 

Entonces, al ratito, se oye el ascensor piso por piso, es el imbécil que va a los departamentos ejerciendo su poder, allí donde hay chicos increpa. Él debe saber quién le tiró basura. Lo hace para que todos se enteren. Me importa tres pitos que se dé cuenta que soy yo. Más aún, me divierte. Porque a mí no me dice nada, ni cuando viene a traerme el pan. No dice nada y nunca lo dirá. Y yo me río cuando se va saludando así, como un idiota, fingiéndose simpático, mudo, como si ensayara para debutar de payaso. Se cree que no oigo nada. Para ése sí que estoy cada día más sordo. Julián debe darle su buena propina a fin de mes, seguro. Pero ahora lo que menos me interesa es acordarme de este tipo, el policía del edificio.


Pensar en la estrategia para mi salida me permite evaluar varias cuestiones, de la salida en sí misma y de las condiciones en el momento en que lo realice. Hasta pensé en la ropa que me voy a poner. Estoy viendo todas las posibilidades de que ni  se den cuenta. No deben ni sospecharlo. Nadie. Si soy cauteloso voy a lograrlo y bien. Si salgo a pasear, será unas cuadritas nomás. Y no quiero que por esa tontería me manden al geriátrico. Cuando llegue el lunes que viene (porque los días llegan y sin aviso), se cumplirán siete meses que no salgo a la calle, para nada. Tengo un calendario escondido adentro del pañuelo celeste. El otro día iba a sonarme la nariz y aproveché a ponerlo debajo de todos los demás, así el celeste no lo uso. Nunca me impresionaron tanto los calendarios como en estos meses. Éste me lo regaló Juliancito, mi nieto, es de una gomería de acá cerca. Pero yo me quedo mirando los números, tan apiñados. Parece mentira, un calendario tiene tantas cosas guardadas. Uno debería juntarlos, guardarlos digo, año a año, durante toda la vida y después valuarlos: éste vale diez gramos de oro; el anterior vale treinta; el año en que nació mi nieta Pilar, cien gramos. Y así seguir. Este año vale una enfermera. Siete meses, el lunes que viene. Una buena fecha para darme ánimos y no cagarme en las patas por el idiota del portero.


A decir verdad, hoy mismo es una buena fecha. Ahí están los zapatos que me regaló Marita para el día del padre. Marrones, no muy oscuros, parecen botitas de gamuza, están lindos, son modernos. Nunca los usé, los probé aquel día porque todos insistían, ¡dale abue! decía Pilar. Querían asegurarse, a ver si había que cambiarlos.


Hoy me desperté pensando en estos zapatos. Cuando vino la enfermera, a las ocho y media, dijo ¡qué lindos! pero no quise pedirle ayuda. Ella podría haberme puesto los pantalones de vestir y los zapatos. No es que yo no pueda vestirme, no soy lisiado, digo que ella podría haberlo hecho.


Es la una, hora de almuerzos. Hay sol. Uno de los primeros ítems de mi estrategia decía “descolgar el teléfono”. Si descuelgo, cualquiera que llame creerá que estoy hablando o que el teléfono se descompuso. Ninguno podría venir hasta aquí enseguida. A esta hora el gordo podrido tiene su descanso hasta las cuatro de la tarde. Aquí está la camisa cuadrillé que me regalaron el año pasado, planchadita y con olor a naftalina. El pantalón marrón me queda muy bien dijo mi nuera el domingo de pascuas. Vinieron todos, sólo para hablar al mismo tiempo y no me dejaron ver mi programa de tevé. A las dos daban una de Niní Marshall. Así que el pantalón marrón me queda muy bien. Hay sol. La radio dijo sesenta por ciento de humedad. Así que vamos a caminar. Me parece que para calzar estos zapatos tendré que apoyar el pie arriba de la cama. Con cuidado. Mejor me siento en la cama y me agacho para atar los cordones. Hay sol, mucho sol que entra por la ventana. A Zulema le gustaba tanto el sol, sus plantas crecían tan contentas. No sé por qué Marita se llevó todas las plantas, no creo que le crezcan. Las vi el año pasado. Cuando me llevaron a la casa para el cumpleaños del chiquito, los potus mustios, amarillentos. Pensar que a Zulema nunca se le entristeció un potus ¡crecían tan fácil! El saco a cuadros me lo puedo poner arriba del chaleco beige. Y me voy a llevar el bastón nuevo, que lo usé tan poco porque ellos dicen que no es para andar por casa. Conviene dejar el televisor encendido. Si alguien rondara por ahí fuera, creerá que estoy. A esta hora suelo dormir la siesta mirando televisión. Así vamos bien. Y me pongo el sombrero de Casa Maidana. Lo compramos un mediodía soleado, como hoy. Con Zulema. A ella le gustaba. ¡Mirá la tierra! No vayan a limpiarme un espejo que total yo no me miro nunca ¿eh? Me queda bien todavía. Aquí están las llaves. El sol ayuda.


Que la tísica de acá al lado no salga justo ahora.


Qué bueno, todo está en calma, silencio en la noche, je. Parece lindo día, el sol ayuda. El ascensor también, engrasaron las puertas, se nota. Pero qué lento qué baja. Espero que no haya nadie en planta baja. Una actitud firme siempre ayuda. Creo que se me aceleró el pulso. Tranquilo. No hay nadie, todo en orden. Cómo retumban mis pasos en este pasillo. Parece más largo. No importa. A pasito corto. Ya sé que no existo. Todo va bien. Que el idiota del portero está guardado en su casa con su gorda chillona. A nadie ha de importarle si este viejo mueve sus piernas un poco y abre la puerta cancel más pesada que nunca.


Qué aire tan rico. Qué aire. Y qué quilombo ensordecedor. Me siento olor a viejo. Sale de mí este olor trapo encerrado. No es la ropa. Y cuánto sol. Tanto cielo que puedo abarcar con los ojos. Pero hay que caminar, vamos. Tenían razón en el noticiero. Mirá esta ciudad, sucia, ruidosa. Y como están arreglando no sé qué, pisar con cuidado. Tablones de madera, encima que estas veredas son tan angostas. Así que despacito, bien pegado contra la pared. Vamos tranquilos. Vamos que hay solcito. Y qué bueno respirar este aire. Cruzo Belgrano y mejor no miro a nadie porque total no existo. Tranquilo, que los piantados son ellos. Miro los zapatos, mis pantalones. Tranquilo, que no hace calor. Estos zapatos aprietan un poco, en los dedos. Qué mugre las veredas. Colores brillantes, de latas, papeles pegoteados. Muchas colillas, dos cacas de perro. Tres bolsas negras, una rota. Un cuaderno destrozado, papel araña azul. Una media mojada, un vómito viejo contra la pared. Un preservativo. Ahora se acercan unos zapatos de taco alto, piernitas, medias negras, y las piernas se alargan, bien arriba y, como si fuera un bulto, la mujer baja a la acera para dejarme paso. Evidente que no existo. Andiamo. Con el bastón en la derecha. Entonces con la izquierda me apoyo. Paredes sucias, rugosas. Ahora una persiana de metal. Más caca de perros. Más papeles pisoteados, uno rojo de cigarrillos. Otra persiana de metal, un bulto durmiendo o muriendo, cubierto con cartones. Claro, algunos negocios de telas han cerrado, como le dijo esa tísica de la vecina a Marita. Uno al lado del otro. Pero no se sabe si son chicos, mujeres o viejos los que duermen o mueren contra persianas de metal.

 

¡Semáforo en la esquina de Moreno! Me aprieta un poco el derecho. Parece mentira, semáforo en Moreno. Pero creo que no voy a llegar a cruzar todavía. Me aprietan. El derecho más. Así que debo parecer más rengo aún. Pero ¡qué importa!, nadie me mira. Todos los caminantes evitan el bulto de mi cuerpo. Y eso que estoy bien vestido. ¡Mejor! ¡Que nadie me vea! Si me paro contra la pared y trato de acomodar el zapato derecho, a ver, necesito pasar el bastón a la mano izquierda, para levantar el pie tendré que asegurarme contra la persiana, porque no es una pared, ahora es otra persiana, hay unos centímetros más de vereda, como una entradita, por eso los bultos se acomodan aquí, pero en ésta no hay nadie. Me aprieta. Tengo que asegurarme, no quiero caerme en estas veredas. Hay más espacio contra la persiana. Tranquilo. Despacio. No existo. A ver ahora. El pie derecho no sube. No hay caso. No puedo. Mejor me agacho. Un poco nomás, no importa si el bastón se me tuerce porque como no existo nadie me ve y hasta puedo sacarme este zapato que por suerte no lo anudé bien. No sé para qué los hacen tan duros y altos como botines. Tranquilo. Hay solcito. Ya está. ¡Ah! Bué, un poco más y llegábamos a la esquina. Lo que pasa es que ahora se me hunde el pie entre los tablones ¡Con estas maderas de mierda! Y que no pise nadie atrás mío porque me caigo. ¡Es este zapato en la mano! Y encima el bastón. A mi edad no hay equilibrio. Me va a costar. Qué quilombo. Mejor vuelvo a apoyarme contra la pared y cambio de mano las cosas. Tranquilo. Pero así no puedo volver, estaría al revés. Mejor cruzamos la calle. Y tranquilo, con el bastón en la derecha y el zapato en la izquierda. Por suerte no hace calor. Está lindo el sol. Ahora a cruzar la calle, ya. Viejos pelotudos son ellos, siempre a los gritos, y te tiran el auto encima, estos sí que no cambian, se matan dentro del taxi y viven de mal humor. Que revienten. ¡Y eso que crucé rápido! Bué, ahora estoy bien orientado con el bastón. Yo me vuelvo a casa tranquilo. Y mejor me saco el otro zapato así camino más cómodo. Ahí en el barcito pulguiento que hay a mitad de cuadra les pido que me dejen sentar y me lo saco. Mejor no, está lleno de parroquianos y entonces existiría para ellos. Acá, en la entrada de este edificio. Contra la pared. Si me apoyo bien voy a lograrlo, así, dejo este zapato en el suelo y me saco el otro. Ni siquiera me miran. Pero no puedo con estos cordones. Se hizo un nudo. Mejor me agacho. Un poco más, y que no se me caiga el bastón. Ya salió. Qué calor. Nadie se dio cuenta. Está fuerte el solcito. Nadie me mira. Ahora camino más cómodo que cuando salí. Ahí está. Me quedé sin mano para rascarme, ni la cabeza ni el culo. ¡Qué olor a frito! Esta gorda de la fiambrería sí que me conoció ¡Qué buena que está! Suerte que tenía gente, porque si no ya me imagino: hubiera salido a preguntar todas esas estupideces que pregunta la gente cuando pasa el tiempo. Y bué, fue más cortito de lo que imaginé, pero salí. Casi una cuadra. Qué hora será. Claro que para cruzar avenida Belgrano hacen falta cojones además de un buen bastón. Y nadie se dio cuenta de que yo andaba por ahí, por suerte a la fiambrera ésta no le compran los chicos, Marita dice que es una mugrienta. Nadie más me vio, podría haber salido con las medias rotas o con pantuflas. No importa, ya aprendí. La próxima, salgo descalzo directamente. No, mejor salgo con pantuflas. No, mejor me voy acostumbrando a los zapatos. Después de ponérmelos dos o tres días y caminar por la casa, voy a llegar hasta la farmacia de Avenida de Mayo y San José. El lunes que viene. Eso sí: que no llueva. Y si después me llevan al geriátrico ya me importará un carajo.

 

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CALIENTE

 

- Esto no es llovizna, va a nevar -nos dijo la alemana del quiosco. El gordo Juan se reía. Yo pensé “deseo de europeos nostálgicos”. Y refugiados, eso es, como yo, aunque no escapo de nada. Tampoco soy europeo. Villa Gesell es así. Mucho frío ese domingo, además.


Subimos en Boulevard y Buenos Aires, en la parada Los Pinos. El micro venía casi vacío pero los choferes del Antón dijeron que había que esperar a ver cuánta gente subía en Pinamar y en Madariaga. Nos vendieron los dos últimos pasajes, el cuarenta y uno -atrás, ventanilla- y el número dos, adelante. Mientras tanto, nos sentamos con el gordo en los dos primeros asientos para estar con los choferes, matear.


Estábamos -me acuerdo- pasando frente a Cariló, no había neblina, ahí aparece ella o su voz. Sí, primero fue la voz, después su cara o toda ella. Una vieja -pensé- y nos cruzamos miradas entre todos cuando terminó de preguntar si había teléfono en Pinamar.


- ¡Che, acabamos de salir! -me gruñó el gordo por lo bajo. Ella insistió : para llamar a Buenos Aires, y regresó al fondo diciendo bueno, cuando lleguemos pregunto. En Pinamar bajó muy apurada buscando ese teléfono. Mientras tanto ocupé mi asiento, el gordo ya sabe que me gusta viajar atrás. Cuando ella subió la vi acercarse hasta llegar a mi lado. Me acuerdo bien, en ese momento me pareció linda, ya no tan, tan vieja, el asunto es que tuve ganas de charlar, no sé, le pregunté si había podido llamar.


- No -dijo- es una pena, quiero avisar que llego.


Habló sin mirarme, bajando la vista y el tono de la voz en las últimas sílabas de cada palabra, me pareció una de esas locutoras nocturnas, de esas pocas en las radios de la Villa. No sé cómo siguió el diálogo, ahora me cuesta. Claro que yo la hice hablar con preguntas estúpidas, comunes. Me cayó bien. Le dije que le veía cara conocida. Me contó que había vivido en Gesell, que tiene casa y que por eso viaja una vez al mes. El micro salía de la rotonda de Pinamar y ella me preguntaba:


-¿Cuánto hace que estás? -me clavó los ojos ¡Qué mirada !, dulce, temible, serena.


-Nueve años.


Me sacudió algo en ese momento. Los ojos. Esa voz. Empezó a contar que estaba viajando en forma sorpresiva. Que regresaba a Buenos Aires porque se había muerto Piazzolla y no podía faltar. Dijo no puedo. Yo miraba su pollera larga. La imaginé como aquellas jiponas rulientas que habitaron la Villa hace más de quince años. Claro, le gusta el tango, dije para hacerla hablar y no me animé a tutearla. Había un tono, algo raro en ella, fervor o entusiasmo, no sé definirlo, aunque tengo la sensación de que también se reprimía. Se quedaba en silencio cuando terminaba de decir -por ejemplo- a mí me gusta el tango nuevo o si no todo es a partir de Piazzolla. Ha sido una hermosa mujer, de esto no tuve dudas en ningún momento. Su pelo largo y entrecano me ayudó bastante, me la imaginé con melena negra, caminar felina, lenta, por la Avenida 3.


Dijo tango sensual más que nostálgico, dijo algo así como fusión jazz o tango superior, encendió un cigarrillo, claro que en esa época aún se podía fumar en los colectivos. Ahora me cuesta recordar, decía universalidad, cosas por el estilo. Y en eso me pregunta si sabía dónde lo velaban. ¡Qué me importaba a mí, cómo podía saberlo!


¿La verdad ?, fue así : quise saber o por lo menos recordar qué se había dicho en la tele, no le había dado ni bola. Me quedé mudo. Me sentí un idiota. Me miraba las manos, eso me acuerdo. Por suerte ella continuó hablando, me gustaba oírla. Esa voz.


Hablaba como si tuviera que explicarme.


Necesitaba saber dónde lo velaban porque se había enterado ese mismo domingo, recién, a las once de la noche, mirando televisión en la casa de su amiga y no quiso oír más, dijo, que corrió al teléfono, que llamaron a la Terminal para ver si quedaba algún pasaje, que pensaba quedarse en la Villa hasta jueves o viernes, que no imaginó, morirse Piazzolla cuando ella no estaba en Buenos Aires, con tanto tiempo de vida sostenida, dijo, y ahí se contuvo en otro silencio largo.


A mí no me gusta el tango y, si es por mi viejo, Piazzolla es un detractor, un loco, en casa estuvo prohibido. ¡Un día se armó un quilombo!


- Claro -dije- fue un gran músico, le gustan los buenos músicos ¿no?


Pero ella estaba en otro lado, no sé. Repitió que no podía faltar. Que era un compromiso con ella misma. Dijo con su historia, con su vida.


Nuevamente se ensimismaba pensando vaya a saber qué, mientras yo, cada vez con más ganas, quería saber, enterarme, porque estaba seguro de que recordaba algo nítido, algo querido, importante. Habló de músicos hijos truncos de Piazzolla, nombró algunos. Ahora quisiera oír esa versión de Adiós Nonino en bajo eléctrico y no puedo acordarme por quién.


Nunca me gustaron demasiado las porteñas, algunas por zarpadas, otras por intelectuales otras por nariz para arriba, pero ésta me decía soy porteña con otra cosa, ni siquiera usando esa palabra. Empezó a contar que no sólo estuvo viviendo en Gesell allá por el 76, más de cinco años dijo, después cambió de tema y no me enteré de su vida. Dijo soy loca sonriendo como desvalida, dijo bohemia, dijo tengo un gusto muy especial por el tango nuevo y, mientras, me fui poniendo romántico, me animé a contarle que me gustan los boleros, sin vergüenza, le dije me vuelven loco y ella sonrió y ahí se colgó de nuevo, vaya a saber de qué.


Todo fue en el trayecto de Pinamar a Madariaga. El micro iba iluminado y aunque esas luces no son gran cosa yo la disfruté. Me gustaron sus manos flacas, esa manera de moverlas, cuando apagó el segundo cigarrillo por ejemplo, lo había tirado al piso y con el movimiento se le había escapado, entonces le pidió a la mujer de la otra hilera de asientos que por favor lo pisara y enseguida le preguntó :

 

-¿Vos no sabés dónde están velando a Piazzolla?


Me sentí mal, porque la otra ni sabía que había muerto y le dijo a su compañera murió Piazzolla y se cruzaron gestos ; mi mujer agachó la cabeza y llevó una mano a la frente como para sacarse una idea, un pelo, qué se yo. Entonces me pareció un pájaro esa mano que se acercaba a la frente y planeaba en el aire. Sí, me puso poético. Nunca tuve una mujer así sentada a mi lado. Pensé que iba a llorar, más que nada por los ojos brillantes detenidos en el cuadrado negro de la ventanilla, pero me miró y sonrió, yo me dije que siempre tendría los ojos así, medio tristes medio, no sé. Inolvidables. Me acuerdo cuando entrábamos en Madariaga, ella estaba diciendo algo de la música argentina y yo:


- Claro, le gustan los creadores, la gente que sabe -se lo dije no sé cómo, para que sonriera inclinando la cabeza y se quedara pensando, como lo hizo. ¡Qué mina! Pero estaba en otra, me di cuenta, y atenta al momento en que nos detuviéramos en la Terminal. Bajó enseguida.


Desde mi asiento la vi comprar los cospeles en el quiosco y entrar en ese bar de poca luz, los tipos sentados y los parados a la barra dieron vuelta la cabeza para mirarla. La vi hablar por teléfono, cortar enseguida y salir seria, apurada, mirando alternativamente el quiosco y el micro. La vi devolver cospeles, subir y desprenderse el tapado gris mientras se acercaba. Se dejó caer, muda. Tal vez supo que yo esperaba algo y por eso me dijo: pude hablar.


Después quieta, quieta y vaya a saber dónde. Cómo quise recordar, algún tango, no sé, algo de Piazzolla para que se entusiasmara nuevamente.


Pero yo había metido la pata. Me di cuenta en ese momento. Al principio la mujer me había parecido más vieja, unos cincuenta, tal vez los tenga, tal vez más, o acaso menos, la cuestión es que a esa altura ya no me importó. Tenía los ojos más lindos que la colorada y eso que yo con la colorada...  Pero había metido la pata y me di cuenta cuando me preguntó si quería que mi amigo ocupara su lugar y ella el de adelante. Dije es lo mismo porque no supe qué otra cosa decir. Hubo un silencio, pero qué podría haber agregado. Algo más, alguna boludez nos dijimos sobre mi amigo y el cambio de asiento y así la dejé ir.
El gordo revoleó sus pelos rubios, me guiñó un ojo y yo dije tengo sueño.  ¿Pesada la vieja?  Sí, mentí para no hablar.


Al llegar a Buenos Aires, en Constitución, el Antón se detuvo, sólo ella bajó en la avenida Montes de Oca. Juan y yo seguíamos hasta San Isidro. La vi parando un taxi que seguro vendría detrás del micro.
Ahí decidí no inventar ninguna historia, simular un capricho, cualquier cosa, no darle tiempo al gordo a que preguntase nada antes de bajarme en Retiro. Me salió bien, mejor de lo que esperaba, porque el gordo ni preguntó qué iba a hacer ni nada por el estilo,  bostezó y estiró los brazos desperezándose :

 

- Les digo a tus viejos que después vas para allá.


- Está bien  -lo palmeé en el hombro y se quedó con los dos bolsos.


Hacía frío en Buenos Aires, aunque no tanto como en la Villa antes de viajar, no tanto como hoy. Parece que este invierno también tendremos nieve, como dice la alemana. Hacía frío ese lunes 6 de julio. Tomé el subte hasta Uruguay para ir a lo de Laura, sabía que la flaca me recibiría bien y me ofrecería un baño. Al final no sólo eso sino que Laura me hizo un desayuno de primera, tostadas, dulce de leche, café.

 

Pobre flaca, creyó que iba a verla, que me quedaría, pero me entendió. Ahora que lo escribo no sé si me entendió o es que no tuvo alternativa. Le preguntó al portero de su edificio dónde velaban a Piazzolla y después preguntó por cuarta vez si tanto me gusta el tango. Piazzolla es otra cosa para mí, tengo que ir, y le di un beso de amigo. Eran las siete y media de la mañana.


Caminé por Avenida de Mayo sin apuro, ahora sé que esas cuadras fueron las mejores de mi vida. Que aprendí Buenos Aires de madrugada, que nunca les había visto la cara a los diarieros y uno de ellos me dijo buen día. Confieso que no entendía nada, se abrían bares y hasta esa rutina me pareció diferente en esa noche o mañana de lunes. Ni la cara de un viejo trajeado me pareció despreciable. No había amanecido. El aire aún se guardaba noche, tal vez era mi noche y esa sensación repetida siempre que uno viaja y no duerme. Algo me pasó. Caminaba, tuve ganas y no sé explicarlo. Sí, lo que más deseaba era verla. Mis piernas, como si hubiera dormido, ágiles, ¡qué grande !, y el viento frío pegándome en la cara. Me sentí  un chico cuando crucé la avenida corriendo.


En la entrada de Perú me dijeron por la otra puerta señalando hacia la Diagonal, en ese momento supuse que la gente con la que me cruzaba salía del Concejo Deliberante, del velatorio, pero cuando llegué me sentí terriblemente estúpido, solo. Más periodistas que otra cosa, que coronas.
Ahí estaba. Esperándola.


Después de casi media hora lo veo al viejo Vidal que se acerca diciendo qué hacés acá pibe. Conversamos lindo, no se acordó de cuando quiso llevarme al Rex para ver a Piazzolla ni de las puteadas de mi padre, entonces supe que Vidal jamás le contaría dónde me había encontrado. Amigos de años, se ven con frecuencia.


-¿Vas al entierro? -Gracias a él tuve asegurado el viaje al cementerio de Pilar- Te venís con nosotros en el auto del Diario.


Aquí se interrumpe la historia, ¿historia ?, si hoy tengo la sensación de aquella mañana como un solo minuto, siempre el mismo a pesar del desfile de gente, de mi reloj, el cruce de miradas o palabras frente a mi minuto eterno de esperarla. Estaba hecho un poste. Vidal rondando como un padre y yo sin saber dónde poner las manos, qué mirar, y diciéndole a mi vigía asombrado que sí, que está bien, que aceptaba tomar un café.


Volvimos después de una hora, me parece. Estoy recordándolo, siento de nuevo aquella agitación en el pecho, tantas personas iban cayendo y confundiéndome. Que más periodistas. Que Tato Bores y todas las cámaras frente a él y los micrófonos junto al cajón cerrado. Que Vidal venía de vez en cuando al rincón donde me había anclado y me decía ¡qué suerte encontrarte pibe! Que ella no aparecía. Que llegó la mujer de Piazzolla y su piloto blanco brilloso. Que después otras mujeres. Que pasó un tipo y me dio café en un vasito de plástico color naranja y de ella ni la sombra. Que llegó el Presidente y ya la muchedumbre no me permitía distinguir con facilidad a ninguna. Que casi detrás del Presidente llegó un tipo alto, canoso, de negro, que oí decir Solanas cuando una vieja de pollera larga y boina violeta me recordó a mi compañera de viaje pero ésta era una pelirroja teñida. Ahí me quedé, viendo cómo se saludaban algunos, cómo lloraba una mujer con anteojos oscuros que después supe por Vidal era Eladia Blázquez, yo había escuchado Vázquez, qué bruto. Y así no sé cuánta gente, cuántos nombres.
Manejando su cámara y con una lente en la mano, el buenazo de Vidal me indicó dónde estaba el auto, un Renault 12 celeste metalizado, dijo, en la vereda de enfrente y que no me retrasara. Eran las diez y media en punto y todo se preparaba para la salida. La busqué, bajé las escaleras mareado con tantas cámaras atentas a la salida del cajón.


No supe si la esperaba o la estaba suplantando.


Tampoco estaba seguro de su ausencia. ¿Con quién habría hablado desde Madariaga, qué le habrían dicho para que volviese tan callada al asiento, para que después se fuese así?


Me paré entre la multitud, en la vereda, bien de frente. Se me hizo un nudo cuando bajaron los restos y aplaudí, con todos.


El Renault no siguió la caravana, íbamos rápido por Paseo Colón, a la altura de Retiro los pasamos. Qué ganas de tenerla en mi pecho. Acurrucada y llorando. En ese instante estaba seguro de encontrarla en el cementerio pero ya no me sentía un traído de los pelos, como dice mi vieja.


En Pilar había gente esperando, llegaron autos con caras que no había visto en el Concejo Deliberante, todos se saludaban. Después de media hora, los restos. Dónde estuvo ella, con quién. Y la oración en la capilla y Vidal que al salir se lleva la puerta blindex por delante y esa caminata con los compases de un tango que, me explicaron después, era una versión de Tristezas de un doble A. Yo nunca había oído eso. Yo nunca había oído esa música que no me importa si es tango o no, o tango nuevo, según sus palabras. No me importó tampoco reconocer a algún famoso ni quién era esa mujer que lloraba tanto, estaba sola pero no se parecía a la mía.


El chofer del Renault me dejó más cerca de lo que yo supuse. Te felicito pibe repetía Vidal. Cuando llegué a casa de mis viejos, en Boulogne, les dije fui a ver a una mina, el gordo Juan me guiñó un ojo, mi vieja se hizo la sorda y mi viejo dijo no hay problema, estaban picando algo en la mesa del patio, había mucho sol y me senté a comer.

 

Ni siquiera pude contarle al gordo dónde estuve aquella mañana. Me volvió loco en el viaje de vuelta, casi discutimos, me dijo: o la flaca Laura te dio algún gualicho o vos estás mintiendo. Pero si quisiera ¿por dónde empezar?, a veces me vienen ganas de contar. Pero. Si es por el tango que escucho, me dirán estás loco. ¿Por la rotonda de Pinamar? Imposible. Por eso escribo, porque no puedo decírselo a nadie. Ahora, escuchando, me vienen ganas de pegarle al pino que tengo ahí, sacudirle piñas, o salir a la playa, con este viento, y correr. Eso me pasa. No sé si es por este violín o por ella, que tenía a Piazzolla en su historia. Todo mezclado tengo, el tiempo, los lugares. Encima, cuando camino con la colorada por el pinar, me da por creer que esta neblina tiene bandoneón. ¿Qué loco no ? Algo suena y me babosea la cara. Hasta me hace acordar de un órgano en la Iglesia de Boulogne, cuando era chico. ¿Qué loco no ? Mandé a comprar más, la flaca Laura es un golazo, me dijo que el rubio de la disquería de Callao le recomendó uno con saxo, Mulligan se llama. Pero yo no sé cómo se llama ella. Seguro que viene para la Fiesta de la Raza, faltan unos meses, no importa, tal vez la encuentre antes. Voy a invitarla a escuchar estos compactos. ¡Obvio que la voy a encontrar! Se va a sonreír, después bajará la cabeza y se quedará colgada de algo, bien alto, algún recuerdo o bandoneón. La imagino volar cuando escucho esto, voz de Tanguedia. Pajarito lindo. Mumuki mía. Mañana voy a pasar por el café Nostalgia, Gully hace años que está acá, seguro que la conoce.

 

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