CONTRA CORAZÓN
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(1993) Cuentos |
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Premio Fundación Inca 1989 Jurado: Héctor Tizón, María Granata, Isidoro Blaisten.
Ilustrado por Virginia Patrone.
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ENTRE LOS HUECOS |
(1994) Cuentos |
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Ilustrado por Virginia Patrone. |
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READING EDGE LECTORA A DOMICILIO |
(2006) Novela |
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ESTE AÑO UNA ENFERMERA | CUENTO | ||||
CALIENTE
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CUENTO, Tercer Premio Concurso Internacional (Publicado en Antología Astor Piazzolla, Ed. Vinciguerra, Bs.As., 2000) |
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EL FINAL DE LAS LÁGRIMAS
La depresión más honda de su vida fue una tragedia para todos nosotros, un drama que se produjo con secuencias diarias y sin intermitencias. Sus continuas frustraciones, que se venían sucediendo desde hacía nueve meses, explotaron como la eclosión inesperada, casi absurda (porque a decir verdad, confiábamos plenamente en su fortaleza de espíritu y su equilibrio mental).
Comenzó una mañana en que no se levantó como de costumbre. Por la noche al llegar a casa, comprobamos que aún seguía encerrada en su cuarto. Todo estaba tal como lo habíamos dejado y cuando golpeé a su puerta respondió con el ruego lógico en días de actividad: déjenme descansar, por favor. Al día siguiente tampoco la vimos por la mañana. Decidí regresar al mediodía y la encontré en camisón, llorando desesperada y dando vueltas por la casa como si quisiera salir. No supe qué hacer, procuré que no me viera y la observé un largo rato detrás de la mesita del hall de entrada; se dejaba arrastrar como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado y la cantidad de angustia le tironeara los miembros hacia abajo. Caminó suplicante y cansada desde la cocina al baño y luego a su cuarto, se acostó en la cama y lloró aún más. Me fui sin hacer ruido. Esa noche demoré pero el estado de las cosas al volver era exactamente el mismo. De noche podíamos oír su lamento continuo, pero solía serenarse y nos parecía que lograba un sueño profundo y pesado. Yo temía que no quisiese despertar, y ella despertaba, aunque para llorar y arrastrarse cada vez con más tristeza. Pasaba todo el tiempo en camisón, encerrada, escondiéndose del mundo. Los primeros diez días lloró continuamente hasta agotar las lágrimas.
Mi primo el terapeuta dijo que esas lágrimas eran como la fiebre en otra enfermedad, entonces yo rogaba para que salieran de una vez, aunque la agotaran al punto de no tener fuerzas para caminar, pero que acabaran de salir para iniciar la recuperación.
Tuvo que permitirse otras manifestaciones de la angustia. Los diez días subsiguientes, sin reponerse aún, lloró y siguió llorando, ahora por el clítoris. Día y noche. Y las lágrimas estampaban el recorrido de su andar. El piso ganaba pequeños círculos brillosos y salados que aumentaban cada día, cada noche, cada hora. De su cuarto al baño, del baño hacia el living o hacia la cocina, apenas unas vueltas difíciles de reconstruir, que se superponían con el regreso a su cuarto, según parecía, apoyándose o sosteniéndose en la pared. Fue así como agotó la producción líquida de su cuerpo que sólo expresaba el estado de sufrimiento mudo, permanente y real. Los veinte días subsiguientes necesitó más lágrimas para tanto desconsuelo y comenzó a transpirar, a través de todos sus poros, lágrimas de pesar irreparable que humedecían las sábanas y quemaban la piel.
Ya no se levantaba, ya no cerraba su puerta.
Una noche me asomé para verla, aún dormida su cuerpo lloraba con temblores de sudor, su aspecto mostraba el agotamiento del alma quebrada y sus puños tensos habían borrado la figura de sus manos.
Al final, agotado ya el cuerpo de tanto llorar, la tía Zulema quedó quieta y seca sobre su cama. Quedé tieso cuando entré a su cuarto (esa tarde regresé temprano) y vi algo parecido a un montón de papeles arrugados. No sé qué extraño zumbido me sacudió por un momento, mi detención fue breve pero la sensación de parálisis creo que fue por el aire quieto y frío de esa cámara transparente en la que ingresé; algo, sí, aleteo, casi una vibración, me recordó que allí debía estar ella. Debe ser por eso que al acercarme distinguí una parte del esqueleto cubierto (persistente pudor aún en la consumación) con una traslúcida película de piel (o gasa, ya no recuerdo).
La tía Zulema nos dejó su imagen de fruta humana seca para estupor del resto de sus sobrinos que no creían mis relatos.
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CERVEZA CON ESPUMA
Un corazón de canciones Ivo Krush. Manos muy grandes, que han sido puños endurecidos golpeándose en sus propias paredes. En su andar se lleva muertes y lejanías, se guarda los cielos de Yugoslavia, será por eso que sus ojos parecen siempre mirar otra cosa. Comerciante incansable en las tres fronteras, como todos ellos, los que renacieron un mapa antiguo; hace unos cuantos años que Croacia es el círculo de amigos y casi parientes que decidieron esta pequeña porción de .la Argentina, Crecieron los hijos y nietos como croatas orgullosos, tejiendo un interminable abrigo de bolsillos mágicos. Región casual, próspera para ellos, no por amor a la tierra sino por esa unión familiar que convierte a cada rubiecito en el depositario de recuerdos y nombres, a cada rubiecita guardiana de luchas y de hombres desconocidos. Y el trabajo y el sacrificio y el irreversible viaje a aquellas tierras de abuelos y tíos. Pero Ivo Krush alcanza al fin la felicidad. Ya no sueña con las pérdidas, ahora su mirada melancólica suele filtrar los destellos de su ternura dormida. Ahora no quiere discusiones ni se presta a las repetidas bromas del grupo, ahora sonríe, en silencio, sus ojos se le achican y no hay lágrimas.
Por deporte, para continuar con ese odio que no se cuestiona cuando se es croata, esta mañana don Ivo discutió con Samuel Slavin, transpiraba artículos de cuero y unos cristales. Pero cuando cruzó la calle recuperó el día, el cuerpo firme de Alelí, su enamorada, latía en su mente. Ocupó un sillón en las mesas de la vereda del bar Ángelo y se decidió a disfrutar de una cerveza. Eso era la vida. Al fin la cúspide que anhela todo hombre. No importa que sea una niña todavía. Quiere casarse, lo colma de caricias y sonríe a cada paso. Bebe con placer. Esta paraguayita le da lo que nunca, nadie, ninguna le ha dado. Lo que no puede entender es por qué ellos lo critican con tanta furia. No saben lo que es sentirse hombre completo, al fin de cuentas ellos no tienen por qué meterse. Renacer a esta altura de la vida, ésa es lo que no pueden algunos, los que han dejado de dirigirle la palabra porque no aporta su cuota mensual para Milo, que está postrado, allá él si no cuidó su dinero. Somos una familia sí, pero Alelí me quiere y quiere casarse, anoche volvió a pedírmelo. Bebe cerveza como si el momento fuera eterno, sonríe. Ivo está loco, dicen. Vuelve a sonreír.
Con un ademán de su manaza pide otra cerveza y se distiende al sol que humedece su frente pentagramada. El vaso frío le entrega gratificantes sorbos de cerveza y sonrisas a todas las mujeres que mira, a todos los chiquitos que venden pasas de uva y manzanas por las mesas. Se detiene en una chinita linda de ojos brillantes y movedizos que suelta besos y labios carnosos a un muchacho, están sentados en una mesa cercana. El muchacho parece estar más orgulloso de los besos que recibe que de su propia robustez, quizá de ambas cosas. A Ivo le gusta esa imagen, bebe, últimamente disfruta cuando los jóvenes se besan. Piensa en su niña guaraní, su piel sedosa, sus contornos pronunciados, sus pequeños pechos redondos y duros. Pide otra cerveza, observa a la juguetona que tiene ante sus ojos, le parece que lo besa a él, se le seca la boca, toma un trago, sonríe, piensa en esta noche, acaricia el pelo de Alelí y enreda sus dedos en él y la juguetona extiende un dedo y el muchacho lo muerde, y él pone su mano en la boca de ella y ella pasea su lengua y juega con los dientes. Ivo bebe otro sorbo prolongado, siente los mordiscos en su piel, sonríe, no puede dejar de mirarlos, alza su vaso mojado para jugar con la imagen a través del vidrio, a través del líquido color ámbar, reconoce en ella a la última mujer de Milo, bebe, repentinamente siente frío, pide otra cerveza. Pero Milo río se casó con ella, pero mi mujercita me adora, me casaré y nos iremos de paseo por Yugoslavia y luego a Grecia y a Italia y en Buenos Aires compraremos un departamento y nos iremos una vez por mes para no abandonar los negocios y todos estarán celosos y qué me importa lo que digan porque me envidiarán y bebe porque tengo mujer, a Milo lo envidiaron sí y él parecía feliz pero no se casó, le compró una casa pero no se casó y la cerveza le refresca la lengua, la garganta, el cuerpo y el corazón y pide otra botella y nos iremos a Dubrovnik y caminaremos por Strosmajerova y un sorbo que alivia y visitaremos a María en Zagreb y compraremos salamines y sonríe y después a Grecia y también le compraré una casa a orillas del Paraná y un trago más y esta misma noche se lo diré y sonríe y la paraguayita se ríe y ella me besará, así, y con esto termina otra botella y pide otra y un nuevo vaso helado para reconfortarse porque siente calor y el sol y siente sus besos su piel tersa porque después a Italia y si nos fuéramos este mes le compraré abrigos y pasearemos por las calles de Roma y nos abrazaremos, así, también podríamos pasar por Innsbruck y toma cerveza como si sintiera los orgasmos de Alelí y ella se ríe y besa al muchacho y después a él y otro trago y le gustará tener un departamento en Buenos Aires y a ella también sus amigas la envidiarán y siente más calor y la chinita hermosa le clava los ojos y el muchacho lo mira y toma otro trago y siente miedo.
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LA VISITA
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En aquel momento le pedí besáme. Su mano tenaza caliente fue a mi cintura y con el otro brazo comenzó a presionarme la espalda hasta hacerme cimbrar, la mano de ese brazo se movió enloquecida rastreándome, llegándome al cuello y subiendo agazapada entre mi pelo. Había un impulso detestable, una urgencia rozando la belleza, porque mordía mis labios con la pasión no cotidiana, casi anclados los dos en la vereda y la gente caminando y el taxi habría pasado frente a nuestros cuerpos y su lengua buscando mi garganta en un ahogo maravilloso mientras la saliva me goteaba y su barba se dejaba humedecer y me achiqué en su cuerpo, acepté el abuso y me dejé y sus dientes tironearon hasta el último dolor insoportable, me temblaban las rodillas pero él estaba pisándome los pies para contener mi caída, la ilusión de no ver más, alguien lo había dicho antes y yo lo sentí, que había sido suya en todo momento, en el ahogo y la sangre brutal, volcánica, ya con baba y todo fue un mismo líquido. Alguien que habrá pasado frente a nosotros dijo mirá mirá. Neil se separó dulcemente y escupió mi lengua hacia el cordón de la vereda. Después buscó un pañuelo y me tapó la boca. | |||||
Dos días antes Paul llegaba, de Francia, sin aviso y haciendo sonar el timbre del portero eléctrico en medio de un desayuno casi idílico, y sin exageraciones. Una sabe de qué halo se cubren las cuestiones de rutina para lograr tener tintes idílicos. Con semejante timbre desafinado yo me había asustado más que Neil porque últimamente nos perseguía la mala racha (dos días antes, a la misma hora, habían venido del Juzgado para entregar una citación). Paul tuvo que subir porque somos atentos, porque ni Neil ni yo sabemos decir no, porque qué bien Paul aquí desde tan lejos. Porque no sé qué mecanismos Paul estaba sentado en uno de los sillones tomando café y diciéndole a Neil que estaba acá porque yo había estrenado una obra de teatro y yo pensando qué mierda le habré dicho a este Paul y no recordaba y no hubo caso, aún no lo recuerdo. Aunque con seguridad debo haberle comentado en la única carta que le envié que mis planes, que una obra, que algo por el estilo. Neil sostuvo su cara de póker lo más que le da y yo inventé sonrisas y complacencias ridículas por alguno de mis mecanismos contradictorios. Neil se fue a la oficina y el dulce Paul nos invitó a cenar.
Por la noche fue Neil, que aún con su muela ausente y después de un helado postodontólogo, eligió un buen restaurante a su gusto, dispuesto a comer como en su gran noche. Paul habrá gozado el buen vino pero olvidó su invitación y Neil desembolsó nuestros billetes. Después hubo café bohemio, buen regreso con promesas y planes para el sábado. Entonces Paul debe haberse sentido grande muy grande. Como sin querer suele una hacer sentir a cierta gente. Como sin querer le sale a una esa puta modalidad, tan puta sensual que brinda placer más placer al otro y ni siquiera se toma el tiempo de sentir lo asqueroso que resulta que un tipo como Paul esté gozando a costa de sus anfitriones. En algún momento me sentí molesta o invadida o exigida. En algún momento Neil no soportó a Paul. En algún momento Paul no soportó su papel de simple visitante, simplemente de paso e igualmente atendido por cualquiera de nosotros.
El día siguiente fue sábado de Centro Cultural y galería de fotos, charla tonta e intercambio cuidadoso de chistes que no ofendieran demasiado nuestras nacionalidades. Hubo excelente música, como Paul no está acostumbrado en su pueblo, con caricias de Neil a mi pierna y de mi mano al cuello de Neil. Habrá -también- habido alguna mirada celosa y caliente de Paul a nosotros.
Después del jazz y mi alegría musical hubo cena que Neil decidió aunque, por suerte para nosotros, Paul usó su tarjeta internacional. Y allí sí comenzaron los sablazos verbales. Paul traía deseo encima y entonces pensé que mejor aguantar ya que faltaba poco. También deseaba que Neil me poseyera con su mirada, como acostumbra a hacerlo en público y yo me mojo. Pero hubo corolario de café. Caminamos unas cuadras hacia la avenida, tal vez para sentir el sábado o la gente o para llenarnos de extranjeros noctámbulos. La noche no estaba ventosa. Daba gusto. Final de café con más estupideces en forma de palabras y Paul que se anima a dar su estocada espléndida: con los ojos brillosos, con toda su sonrisa atragantada, lo mira a Neil contándole que cuando yo lo llamé, no sé qué cosa.
Mutismo es también brutalidad cuando no se dice lo que se tiene que decir. Por ejemplo mirar a Neil y sonreírle y recordar que es cierto, que algún día que en ese momento no sabía cuál yo había llamado a Paul por no escribir una carta, porque quería saber cuándo vendría, porque Neil y yo no estaríamos en la ciudad, porque la locura altera todo los renglones de la memoria y los mecanismos terrosos de Neil, y también los mecanismos de elección de ciertos minutos fatales, algo como un derramamiento de silencio, la locura natural o circunstancial que una no sabe, que una se piensa que puede modular palabra y no lo hace mientras mira a Paul y le dice sin decir qué mierda pretende con lo que dijo o qué mala leche le ataca y desde qué hora de ese maldito día. Pero no, sin palabras. Entonces Paul dice que se irá al hotel porque mañana debe viajar y si nosotros nos quedamos ahí, en el bar. Neil dice nos vamos y nos vamos los tres.
Y en la vereda nos despedimos, paramos un taxi para Paul porque nosotros vamos caminando, le dijimos.
El sonriente de Paul no había cerrado aún la puerta del taxi cuando Neil y yo comenzamos a caminar, lo tomé de la mano. Supe que hervía en imágenes por aquel llamado. No me gustó su cara pétrea. En aquel momento le pedí besáme.
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PRIMER CAPÍTULO (Reading Edge, Lectora a domicilio) |
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Mi padre me llevó por primera vez al café antiguo el día que cumplí veinte años. No sacralicé mi entrada. Dejé que él eligiese la mesa. Parecía sereno, me ofreció un chop de sidra y señaló un cuadro detrás de mí. Habló de un barrio que quedó bajo las aguas, un barrio de músicos, genoveses y bailarines de tango. Señaló una foto de Juan de Dios Filiberto, terminó su sidra y se detuvo con los ojos bajos. Luego me miró y dijo con una especie de urgencia o exaltación:
-¿Es regalo de cumpleaños?
-No solamente. ¿Te gusta?
-¡Obvio! Pero... hay algo más papá ¿no es cierto?
-Hay algo más, sí, ya te vas a enterar.
-¡Qué suerte que no tengo gato, ni novio!
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-Qué suerte que te va bien en tus estudios, podés faltar, y qué suerte que no tenés alumnos ahora, y qué suerte que puedo invitarte a comer esta noche.
En Santiago supe que pronto me quedaría sola. Conocí a su novia. Anunció otros planes. No me abandonó. Hizo la suya.
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ESTE AÑO UNA ENFERMERA
Allí estaba la jaula. El tiempo y la tristeza HAROLDO CONTI (Alrededor de la jaula)
A pasito corto. Porque sé que no existo. Puedo salir a la calle. ¡Bah!, existo de a ratos. Diez minutos cada dos horas. Algunos días. Otros, apenas dos o tres minutos. Siempre sostenido por el cable del teléfono. ¿Bien papá? Sí, bien. Ya no me gusta hacer equilibrio de existencia desde el tubo negro y resbaladizo. Pero puedo salir a la calle. Intentarlo. Conozco de memoria el barrio y mucho más. Sé la sucesión de los nombres y me actualicé de los últimos cambios. No me perdería. Me he visto caminar cruzando esas calles con paso ligero: media cuadra hasta llegar a la avenida Belgrano, después Moreno, Alsina, Hipólito. Una vez llegué hasta Avenida de Mayo, un poco cansado pero fue un sueño maravilloso. Andar nuevamente por las calles. Caminar un poquito nada más. Hasta la farmacia de la esquina de San José. ¿Seguirá estando en el mismo lugar?, ¿estará igual? O tal vez más iluminada y con todos esos firuletes para el pelo que las mujeres usan ahora. Lo sé porque cuando me llevaron a la Clínica tuvieron que estacionar el auto a una cuadra y no me bajaron en la puerta, me dejaron caminar. Vi una farmacia, otra, colorida y atestada de cintas, moños, frascos de todos los tamaños, aparatos raros, peines con forma de pez y otro como una ballena.
Entonces, al ratito, se oye el ascensor piso por piso, es el imbécil que va a los departamentos ejerciendo su poder, allí donde hay chicos increpa. Él debe saber quién le tiró basura. Lo hace para que todos se enteren. Me importa tres pitos que se dé cuenta que soy yo. Más aún, me divierte. Porque a mí no me dice nada, ni cuando viene a traerme el pan. No dice nada y nunca lo dirá. Y yo me río cuando se va saludando así, como un idiota, fingiéndose simpático, mudo, como si ensayara para debutar de payaso. Se cree que no oigo nada. Para ése sí que estoy cada día más sordo. Julián debe darle su buena propina a fin de mes, seguro. Pero ahora lo que menos me interesa es acordarme de este tipo, el policía del edificio.
¡Semáforo en la esquina de Moreno! Me aprieta un poco el derecho. Parece mentira, semáforo en Moreno. Pero creo que no voy a llegar a cruzar todavía. Me aprietan. El derecho más. Así que debo parecer más rengo aún. Pero ¡qué importa!, nadie me mira. Todos los caminantes evitan el bulto de mi cuerpo. Y eso que estoy bien vestido. ¡Mejor! ¡Que nadie me vea! Si me paro contra la pared y trato de acomodar el zapato derecho, a ver, necesito pasar el bastón a la mano izquierda, para levantar el pie tendré que asegurarme contra la persiana, porque no es una pared, ahora es otra persiana, hay unos centímetros más de vereda, como una entradita, por eso los bultos se acomodan aquí, pero en ésta no hay nadie. Me aprieta. Tengo que asegurarme, no quiero caerme en estas veredas. Hay más espacio contra la persiana. Tranquilo. Despacio. No existo. A ver ahora. El pie derecho no sube. No hay caso. No puedo. Mejor me agacho. Un poco nomás, no importa si el bastón se me tuerce porque como no existo nadie me ve y hasta puedo sacarme este zapato que por suerte no lo anudé bien. No sé para qué los hacen tan duros y altos como botines. Tranquilo. Hay solcito. Ya está. ¡Ah! Bué, un poco más y llegábamos a la esquina. Lo que pasa es que ahora se me hunde el pie entre los tablones ¡Con estas maderas de mierda! Y que no pise nadie atrás mío porque me caigo. ¡Es este zapato en la mano! Y encima el bastón. A mi edad no hay equilibrio. Me va a costar. Qué quilombo. Mejor vuelvo a apoyarme contra la pared y cambio de mano las cosas. Tranquilo. Pero así no puedo volver, estaría al revés. Mejor cruzamos la calle. Y tranquilo, con el bastón en la derecha y el zapato en la izquierda. Por suerte no hace calor. Está lindo el sol. Ahora a cruzar la calle, ya. Viejos pelotudos son ellos, siempre a los gritos, y te tiran el auto encima, estos sí que no cambian, se matan dentro del taxi y viven de mal humor. Que revienten. ¡Y eso que crucé rápido! Bué, ahora estoy bien orientado con el bastón. Yo me vuelvo a casa tranquilo. Y mejor me saco el otro zapato así camino más cómodo. Ahí en el barcito pulguiento que hay a mitad de cuadra les pido que me dejen sentar y me lo saco. Mejor no, está lleno de parroquianos y entonces existiría para ellos. Acá, en la entrada de este edificio. Contra la pared. Si me apoyo bien voy a lograrlo, así, dejo este zapato en el suelo y me saco el otro. Ni siquiera me miran. Pero no puedo con estos cordones. Se hizo un nudo. Mejor me agacho. Un poco más, y que no se me caiga el bastón. Ya salió. Qué calor. Nadie se dio cuenta. Está fuerte el solcito. Nadie me mira. Ahora camino más cómodo que cuando salí. Ahí está. Me quedé sin mano para rascarme, ni la cabeza ni el culo. ¡Qué olor a frito! Esta gorda de la fiambrería sí que me conoció ¡Qué buena que está! Suerte que tenía gente, porque si no ya me imagino: hubiera salido a preguntar todas esas estupideces que pregunta la gente cuando pasa el tiempo. Y bué, fue más cortito de lo que imaginé, pero salí. Casi una cuadra. Qué hora será. Claro que para cruzar avenida Belgrano hacen falta cojones además de un buen bastón. Y nadie se dio cuenta de que yo andaba por ahí, por suerte a la fiambrera ésta no le compran los chicos, Marita dice que es una mugrienta. Nadie más me vio, podría haber salido con las medias rotas o con pantuflas. No importa, ya aprendí. La próxima, salgo descalzo directamente. No, mejor salgo con pantuflas. No, mejor me voy acostumbrando a los zapatos. Después de ponérmelos dos o tres días y caminar por la casa, voy a llegar hasta la farmacia de Avenida de Mayo y San José. El lunes que viene. Eso sí: que no llueva. Y si después me llevan al geriátrico ya me importará un carajo.
CALIENTE
- Esto no es llovizna, va a nevar -nos dijo la alemana del quiosco. El gordo Juan se reía. Yo pensé “deseo de europeos nostálgicos”. Y refugiados, eso es, como yo, aunque no escapo de nada. Tampoco soy europeo. Villa Gesell es así. Mucho frío ese domingo, además.
-¿Vos no sabés dónde están velando a Piazzolla?
- Les digo a tus viejos que después vas para allá.
Pobre flaca, creyó que iba a verla, que me quedaría, pero me entendió. Ahora que lo escribo no sé si me entendió o es que no tuvo alternativa. Le preguntó al portero de su edificio dónde velaban a Piazzolla y después preguntó por cuarta vez si tanto me gusta el tango. Piazzolla es otra cosa para mí, tengo que ir, y le di un beso de amigo. Eran las siete y media de la mañana.
Ni siquiera pude contarle al gordo dónde estuve aquella mañana. Me volvió loco en el viaje de vuelta, casi discutimos, me dijo: o la flaca Laura te dio algún gualicho o vos estás mintiendo. Pero si quisiera ¿por dónde empezar?, a veces me vienen ganas de contar. Pero. Si es por el tango que escucho, me dirán estás loco. ¿Por la rotonda de Pinamar? Imposible. Por eso escribo, porque no puedo decírselo a nadie. Ahora, escuchando, me vienen ganas de pegarle al pino que tengo ahí, sacudirle piñas, o salir a la playa, con este viento, y correr. Eso me pasa. No sé si es por este violín o por ella, que tenía a Piazzolla en su historia. Todo mezclado tengo, el tiempo, los lugares. Encima, cuando camino con la colorada por el pinar, me da por creer que esta neblina tiene bandoneón. ¿Qué loco no ? Algo suena y me babosea la cara. Hasta me hace acordar de un órgano en la Iglesia de Boulogne, cuando era chico. ¿Qué loco no ? Mandé a comprar más, la flaca Laura es un golazo, me dijo que el rubio de la disquería de Callao le recomendó uno con saxo, Mulligan se llama. Pero yo no sé cómo se llama ella. Seguro que viene para la Fiesta de la Raza, faltan unos meses, no importa, tal vez la encuentre antes. Voy a invitarla a escuchar estos compactos. ¡Obvio que la voy a encontrar! Se va a sonreír, después bajará la cabeza y se quedará colgada de algo, bien alto, algún recuerdo o bandoneón. La imagino volar cuando escucho esto, voz de Tanguedia. Pajarito lindo. Mumuki mía. Mañana voy a pasar por el café Nostalgia, Gully hace años que está acá, seguro que la conoce.
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