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F A M A T A N C A
Hemos cruzado el río de arena tantas veces
pero ahora que el ancho río de arena
PRÓLOGO
Entrar en este recinto -hoy, noviembre de 2018- es dar espacio y tiempo a esa escucha donde convergen las memorias, tácitas autobiografías y fragmentos explícitos. Convergen en el andar sonoro de voces, respiraciones, redes de encuentros, contrapuntos, fugas (de todo tipo). La hechura del libro es el tejido de acordes, la tozudez hacia la armonía interna, unas cuantas grabaciones de conversas con músicas y músicos de diferentes estilos. La escucha es el comienzo. Con ella llegó y viene este prólogo. En el silencio.Pero estuvieron antes los sonidos del piano en mi infancia y adolescencia.
Muchos, muchos años después, la amiga Liliana Mizrahi (1), me convenció para que nos presentáramos al Concurso de Ensayo sobre el cuento “Por los tiempos de Clemente Colling” (2). Ella insistía en que “las dos tenemos que ‘sanar’ y Felisberto es nuestra oportunidad”. Yo no estaba muy convencida o tal vez me era extraño animarme a escribir un ensayo. Finalmente, ella no se presentó (pudo más su recuerdo doloroso de la pérdida del piano) y yo lo hice el último día. Mi hijo menor fue en bicicleta para entregar a tiempo el sobre reglamentario. Yo quedé inmovilizada: contracturas en dorsales, cervicales y lingüístico-emocionales. Obtuve el premio, aunque fue menos importante eso y la publicación posterior del ensayo que mi enamoramiento total hacia Felisberto. Soy del Sur -dice el tango. Casi tácito para mí que este músico y escritor uruguayo pasara a ser un hito significativo. Aunque es una circunstancia trivial, se comprenderá en las palabras de quienes integran este libro que un sonido puede ser circunstancia trivial (inesperada, casual, etcéteras) y así cambiar una obra a partir del instante en que se produce. Con Felisberto llega (para esta mujer rioplatense que escribe) el maridaje más intenso que pueda suponerse, él unió de manera muy diferente al resto (al resto de músicos y al resto de escritores) el sonido y la escritura, permitiendo que floten en cada lenguaje los elementos del otro lenguaje.
Retomo mi tiempo cronológico, cuando la música se instala lenta en mi escritura:
Entonces madre te encuentro
Orfilia Polemann (5) hizo la primera lectura de estos poemas. Como excelente lectora (lo ha sido siempre), su pregunta fue puntual: “¿tu madre ha muerto?” No, respondí. Hicimos silencio.
Agradezco la generosidad a quienes me acompañaron durante estos treinta años, también en las realizaciones de los Conciertos de y en Puerto Almendro y, más especialmente: con la organización y dirección artística de la Sede Merlo-San Luis de Guitarras del Mundo hasta 2014 inclusive.
Sin embargo estas páginas son la palabra de músicos, sus pentagramas y pulsiones instantáneas.
Finalmente, creación de quienes inventan el lenguaje con tres notas, un acorde, un semitono, la articulación de silencios, como se exhala el aire en la respiración, se sopla o tensa una cuerda. En estas páginas, cada instrumento guarda un decir, fusionados el ser y el sonido propio, siendo un único cuerpo (aquí presente). Escribí estas líneas en Campo Quijano, Salta. María Neder
NOTAS: (1) Liliana Mizrahi, psicóloga, ensayista, poeta. Autora de “La mujer transgresora” entre otras obras.
INTRO
Después de aunar los textos de los músicos pensé en lo equívoca que puede sonar la palabra “antología”. Confesiones libres de un orden temporal o límites geográficos, testimonios. En el proceso, me invadieron preguntas que se fueron acomodando a cada instrumentista y luego me llevaron a mi propia improvisación en este acto.
Fui habitante y escucha durante los meses de encuentros, tantas reuniones, comunicaciones vía e-mail, conversas telefónicas, charlas post recitales, meses de melodía sobre palabra, palabras en el sonido. Lectora y escribiente en un pentagrama. Porque toda escucha es una forma de lectura, una relectura es la escucha de una voz y cada voz es el instrumento que dice un paisaje, un aire, la memoria, un sentimiento, el carozo de la fruta envuelto en gasa para la cocción de un dulce casero, cocción en silencio habitado.
Esta página es un atisbo, los primeros acordes, anticipar nombres. Es la Intro de una construcción de todos, no un prólogo o estructuradas palabras preliminares. La necesariedad de ejecutar mi propio instrumento oyendo atenta a veintidós músicos argentinos.
Ha habido siempre la música en la escritura: en la nouvelle Tous les matins du monde de Pascal Quignard (1), el enigmático Monsieur de Sainte-Colombe, maestro de viola de Marin Marais, dice: La música está para decir algo que la palabra no puede, lo que no se puede decir no es para el oído… es por eso que no es del todo humana,…No está hecha para Dios, Dios habla…El maestro daba enseñanzas que no versan sobre técnica sino acerca del significado de la música.
Muchos años antes, Julio Cortázar le hace decir a Johnny Carter (2) yo toco mi música, yo hago mi Dios. Un empecinado deseo este intento de escritura, como si pudiéramos transmitir lo que no se puede decir.
Felisberto Hernández anda en pianos por sus relatos pero no por ganarse la vida tocando en los piringundines de Montevideo. Cortázar hace jazz no por referirse a Bird o nombrar a Monk, darles presencia o desarrollar una crítica, “la escucha”, sino –muy especialmente en el cuento mencionado- por hacerlo con una armonización que traslada el bebop a six, sax, sex (3). Es admirable el discurso narrativo musical, presente también en Néstor Sánchez mediante la inversión narrativa sujeta al jazz de Siberia Blues, Así también Daniel Moyano tocó clásica y folklore no sólo en su Orquesta de Cuerdas sino en El Trino del Diablo. Acaso por eso el guitarrista italiano Carlo Domeniconi necesitó componer la ópera homónima luego de leer la nouvelle. Apenas unos pocos ejemplos, miradas al sesgo.
Inicialmente hubo conciertos, nombres, melodías, luces. Comenzaron a sumarse pianos, guitarras, saxos, que a su vez invitaron al bandoneón, batería, contrabajo, al estilo de una gran juntidad de instrumentistas, improvisadores, escribidores y no tanto. Acordamos con Claudio Sánchez rehuir de la canción, aunque aquí están presentes algunos compositores que cantan, rehuimos de la palabra encuadrada para proponer la otra palabra, literaria, y con el acuerdo explícito de liberarlos de géneros canónicos. El encuentro produjo –e incorpora- la ya mencionada improvisación literaria en un texto al que fueron convocados.
Bernardo Baraj, Juan Falú, Marcelo Moguilevsky, Carlos Aguirre, escriben desde hace tiempo, es dato público. Otros escriben casi a escondidas, Gabriel Paiuk se despliega en poesía que no surge de una música oída sino es el otro lenguaje que navega en aguas internas, está. Federico Aguilar vive la escritura de cuentos como su espacio de improvisación. También casi a escondidas Eliana Liuni y Tomás Fraga, como una necesidad y un juego, en cambio Paula Shocron arma silenciosa un proyecto literario mientras se expresa en el piano, hoy con otra búsqueda, más allá del jazz y subgéneros. .
Una historia propia y plural se devela. Nos ha sido dada. Cada músico se presentó a su estilo, cada testimonio se compuso de manera diferente.
Nuestra historia argentina se sigue edificando con el quehacer artístico en este despliegue de calidad humana, transparencia, creatividad, interpretación instrumental, desde un sonido hacia este otro sonido que a veces llegamos a escribir.
Me guardo a los ausentes como aquí son recordados por los músicos. Y escribo en mi cuaderno los nombres de los que están para que estén en una segunda antología, necesarios compositores, entrañables, intérpretes, escribidores pero instrumentistas. Sé también el riesgo de elegir, decidir, nombres que siempre significarán la ausencia de otros. Confío en el proyecto y en La Comarca Libros.
Para cerrar, vuelvo a Pascal Quignard, hay en él un eco de la teorética de Néstor Sánchez, el inacabable buceo, la interrogación necesaria, la literatura como camino:
Leer es vagar, hay en la lectura una espera que no busca un resultado…aquel que busca un libro se expone al riesgo de ser sometido a la emoción de una página que, de repente, hace surgir un suceso dramático de ser desestabilizado… y hay peligro, yo adoro ese peligro, no sé a dónde voy…aquel que quiera saber a dónde va que no abra un libro… (5)
Ahora cubro la desnudez, me visto,
infante invita al juego
play now
María Neder
Acerca de Heridas de póker y la poesía de María Neder
María Neder es una extraordinaria jugadora. Usa las palabras con destreza y va lanzándolas -en avance y retroceso- a un espacio donde se acomodan hasta estallar. Los fragmentos de esta combustión, del fuego interno, emergen desde distintos ángulos en cada uno de los poemas de este libro singular.
Heridas de póker es una mirada. Es un libro para abordar despojados, desde otra zona, desde la luz instantánea de un relámpago.
María del Carmen Suárez Buenos Aires, 2010
6 - VÉRTIGO UNO
Aumento de luz
En este juego no hay cartas marcadas,
Antes de trasponer el umbral una máscara de cera.
8 - HACER SILENCIO
Si reiteras el gesto, la palabra,
si volvieras a pronunciar la clave de fa
deberás poner sordina,
El aire es el lugar
10 - FUGA
Este vuelo es sin escalas.
Este vuelo es sin escalas.
Interrumpir el juego es lo vano:
JOSÉ CUBAS 2467
El árbol daba la sombra que amabas cuando no había puerta y entrabas a la casa
Y los vidrios amarillos elegidos por tu madre vinieron a decirte que tu memoria
El árbol, ese paraíso podado, estaba desde antes. Tener en la memoria ciertos
Y anduviste las veredas con un gran cucharón de madera removiendo pegotes de
El silencio y otra casa y ahora la intemperie. Es pacífica la forma de la claridad.
El árbol y la ausencia del árbol son tu memoria de olores encimados. Son el punto
SOBRE LA OBRA
La autora es muy consciente del poder de las palabras, por eso las usa con cuidado, las mezcla con habilidad profesional, conoce también el peso de las historias y del “repetido mecanismo activador de fantasías” que los otros construyen cuando uno habla, lee o cuenta. En algún momento del libro dice, cuando Teny trata de explicar a un periodista en qué consiste su “experiencia” como lectora: “Dije: magia, como quien hace magia a partir de un sonido o fonema, la palabra puesta al servicio de la situación… Creo que repetí la palabra magia para convencerme de que podía desarticularme y ser yo misma algo inexistente, inventado por mí, aunque después fuese imitado por otros, como los avisos”
María Neder sabe lo que las palabras suscitan, lo que implican, lo que pervierten, lo que destruyen y construyen, o reconstruyen –como diría Derrida- es decir, la capacidad que tiene para desmontar la realidad y convertirla en otra cosa …
Rocío González, México, DF (Diciembre 2006)
RESUMEN ARGUMENTAL
Una mujer joven intenta sobrevivir en una ciudad despojo que podría ser Buenos Aires. Varios temas se entrelazan, la orfandad y la relación con el padre, la lectura y el acto mismo de la lectura. Será a partir de un aviso donde se ofrece lectura a domicilio que se abre la serie de encuentros y desencuentros. Mientras, aparece la máquina lectora, Reading Edge, transformando su vida de náufraga en una búsqueda de sentimientos ausentes. Entre libros vendrán la ironía, el juego, el sexo, los interrogantes. También aparecerá la infancia, buscando una foto de su madre y esperando al padre, quien le enseña la vida bohemia y el amor por los libros. Luego el abandono, la aparición de una familia de pueblo, Ignacia -la ciega.-, el amor a medias, la ternura con la anciana María Celina. Una ciudad donde el Palacio de Justicia se ha convertido en un Shopping, las plazas enrejadas, las calles sin árboles. Hay elegidos algunos fragmentos valiosos de la literatura universal que serán el contrapunto de varias escenas con constante tono erótico, en vértigo y detención.
CAPÍTULO COMPLETO
Desde la ventana que da al río Teny lee con leve voz y, alternativamente, observa un velero. El viejo ha ido inclinando la cabeza hacia la izquierda pero mantiene los ojos alzados como detenido en el techo, en una mosca en el techo o en una mancha de humedad, casi imperceptible. Es la tercera vez que Teny lee ese libro de Oscar Wilde. Se desconoce cuántas veces ha leído el viejo (aún cuando no lo era) el mismo libro. En el velero hay dos personas de pelo largo, una de ellas pareciera llevar un pañuelo al estilo flamenco, tiene un camperón de color ambiguo, fucsia, casi violáceo. Se acercan a la costa. El viejo ha llevado (no se sabe cuándo) la mano derecha a la entrepierna, una mano que reposa casual. Teny sigue leyendo mecánicamente, casi sabe el texto de memoria y los tonos que se merece este párrafo especialmente, así que puede mirar a los del velero sin interrumpir el relato. Los del velero se están hablando, es evidente, hay una brisa que parece deliciosa, parece porque la vela se infla y sostiene el hueco, su vientre, hacia el este. El árbol grande del jardín también mece algunas ramas, y las hojas del árbol se rozan. El viejo tose. Ha desviado los ojos de mancha de humedad o de mosca, o bien alguno de ellos han cambiado su ubicación en el techo. Teny oye sonar un teléfono, el viejo ni se inmuta, no se sabe si está oyendo o no el relato. Los del velero están más cerca de la costa, el que estaba sentado se ha parado y se saca algo del pelo, es rubio, muy rubio.
-Más de una vez -continúa Teny-, en su quinta de Nottinghamshire, rodeado de sus invitados siempre jóvenes a la moda, que le reconocían por jefe, asombrando la comarca con su lujo extravagante y la suntuosidad de su tren de vida, había abandonado, súbitamente, a sus huéspedes y corrido a la ciudad a asegurarse con sus propios ojos de que la puerta no había sido forzada y el retrato continuaba en su sitio.
(Dieron las tres, y las cuatro, y la media hizo sonar su doble juego de campanas, sin que Dorian Gray se moviera. Estaba tratando de reunir los hilos escarlata de la vida y tejerlos en un patrón; tratando de encontrar su camino en medio del ardiente laberinto de pasiones por el que vagaba)
PARTIDA DE NACIMIENTO
Sonaron las mujeres como ruego Vengo ciega Ahora es un redondel intacto, implacable sello este apellido.
MARZO CERO DOS
El cielo en porciones
Perdimos un vuelo no sabemos dónde
damos vueltas a lo loco
Era un patio una porción de cielo y nada más
pero usamos navaja para el pan
La sombra va con nosotros.
SAPOS EN LA CALDERA
¿Y qué haremos ahora
¿Qué haremos inundados de silencio?
HACERME DE BARRO - 5
Amanezco en este instante
(ya nunca más pisaré como antes)
en mi agua en el desborde
y mis peces hacia la otra orilla.
6
la verdad es una piedra pulida por el agua
mi cuerpo piedra desnuda aún
este cuerpo en una tarde todas las tardes mañana seré verdad.
9
Saberte sobre mi abismo
EXILIO
No estaré en la puerta
ÍNACO
Yo no anduve por ahí ni apagué el cigarrillo Yo me quedé en mi orilla
LETRA EQUÍVOCA
La sal no sala y el azúcar no endulza
Una cosa casi roja
No hay posible.
AI MI YICA
Naufraga mi cartera tejida
CUANDO OCTUBRE
Y las palabras quedaron debajo de las piedras
yo no anduve por ahí
Y los ganchos de alambre se incrustaron en mis piernas
yo no anduve por ahí
y gritaron las vértebras los gritos que silenció la boca yo no anduve por ahí
y los valles emergieron en diciembre no hace un año
yo no anduve por ahí
POEMA DEL PRINCIPIO
Tu casa huele a poleo
entonces soy piedra que se busca
AHORA / APENAS
Mastico nueces del monte cercano
Las he quebrado cuidadosamente frente a mi pecho
Como nueces,
Como nueces de aquellos nogales,
Muerdo un fruto de aquellos nogales,
soy nuez
LAS PIEDRAS DE MARIA Premio Fundación Inca
No podría llenarme de caracoles borgianos ni alucinantes, ni a pique ni llegando en el ómnibus sudoroso de febrero, rodeado de gente con cajas de alfajores atlánticos y suéteres gordos hechos un bollo en los asientos. No ahora, después de tantos caracoles y piedras de mar atosigadas en cada rincón de esta casa, y de las otras, que cumplen turnos anuales o quincenales sobre esta repisa o la del living o en el baño. Las otras pueden ser éstas del escritorio, casi privilegiadas por el tiempo de un estado de ánimo variable e insólito como el que tengo que soportarme desde hace cuarenta años. A veces pienso que mis hermanos y sobrinos me soportan más que yo mismo, que ellos sí saben qué ocurrirá conmigo dentro de dos horas o diez minutos, a veces me provocan sabiendo que me levantaré instantáneamente de la silla para ir a refugiarme al baño o al teléfono, intentando comunicarme con nadie, rumiando piedras o piñas de algún viaje al sur. Ellos son considerados.
El disfónico timbre de la voz de María enmudecida al cabo de cuarenta kilómetros a toda velocidad. María tratando de sonreírme en una cabina. Sorteando pozos en esa maldita ruta hacia un hospital de pueblo. Y esta piedra colorada sobre el escritorio, a mi derecha, una piedra delito que María robó del Museo de la Facultad una mañana con mi saco del traje gris cruzado porque le quedaba mucho mejor que a mí. Especialmente aquella noche en que saltó desnuda de la cama y riéndose se lo probó y me rogó que fuera bueno con ella y se lo prestara sólo de vez en cuando y sus piernas se acercaron y se abrieron sobre mí y desprendí m saco y mamé María y se ablandó en mis brazos y sus pezones goteaban mi saliva y reímos y la mujer denuda con un gran agujero en la panza estaba ilumina la sobre su mesa de luz, la piedra que desde ayer acompaña mi cepillo de dientes en el botiquín del baño. Claro que son comprensivos conmigo. Pero ya le dije que no quiero más caracoles, ni conchillas de mar ni de las otras. Se lo dije a Silvio y a los demás. Silvio es tierno, me dice tío reíte conmigo, trae piedritas y caracoles en bolsas de polietileno. Pensará que mantengo diálogos en código secreto. Que mastico piedras por la noche. Que cuantas más junte mejor he de vivir. Que edificaré el castillo sobre las condenas. Silvio puede creer porque tiene siete años. No soporto esas asquerosas bolsas pegoteadas con restos de su primer contenido sonando a parodia para mantener esta tumba, detenerla en un momento, cuidarla como se cuida un hermano o tío manso y de genio impredecible que sonríe cuando ellos menos lo esperan y se retira, porque siente que es el momento apropiado para estar solo. Nada me cuesta tanto como explicar las razones por las que guardo las piñas, las piedras, los caracoles. ¿Cómo podría entonces explicar las razones de por qué las cambio de lugar y las miro y después las ubico de tal o cual frente o perfil? A veces siento que me piden sin pedir. Que esperan. Que suman suposiciones a ciertas esperanzas por supuesto personales, íntegramente subjetivas. Que me miran. Que no me ven. Que me respetan. Que les cuesta. Y a mí también. Sin embargo me están cubriendo de caracoles y lo siento con mayor claridad porque es marzo del noventa y cuatro y después del pacífico y solitario febrero ellos no regresaron con las manos vacías. Trajeron caracoles y conchillas porque son más livianos, si lo recordaré. María escondía piedras entre la ropa y aunque las que más le gustaban venían en su bolso de mano, el peso de la valija tenía variaciones aumentativas que rondaban los diez kilos y mi cara de enojado me decía, que todo el mundo iba a pensar que estábamos peleados y un montón de tonterías por el estilo nada más que para hacerme reír, para cumplir con la carga obligada de María entre una remera y un pantalón o encerrada en una bombacha que después escupía partículas de arena. Aunque el último hallazgo fueron los zoquetes de lana. Ella misma debe haberse olvidado. Aunque lo dudo, no podría olvidar esas extrañas piedras. Ordenar su ropa ha sido una de las tareas más dolorosas. Encontrar el pijama de algodón que compramos en Río y que estrenó aquella misma noche para ir a comer, me pedía que le sacara una foto, me lo pidió tres veces, después preguntó si me daba vergüenza salir así con ella y me besó. En la cabina no tuvo fuerzas, por eso le dije que recibía el beso que quería darme, que me estaba dando mientras cerraba los ojos de dolor y después quieta. Al llegar a casa, después de eso que había que hacer, pude escuchar su voz perfectamente. La oí cuando abrí la heladera y vi la tarta que había dejado preparada para nuestro regreso. La oí cuando llegué al dormitorio y la cama revuelta desde hacía tres días. Su camisón en el suelo y las alpargatas debajo. Sé cómo se sacaba María el camisón: lo dejaba caer y se descalzaba para correr a la ducha, ahí quedaba el hueco de su cuerpo mostrando las alpargatas o las chinelas, puedo ver esos movimientos como estoy viendo ahora la piedra colorada y también la azulada con tonos grisáceos que trajimos de Tierra del Fuego. Me complace mirarla, esta piedra azulada no parece piedra, menos que la otra, que tiene rasgos semejantes a un rostro humano. Pero la azulada crece cuando la cambio de lugar, un temblor caliente me recorre la espalda, crece especialmente cuando la ubico en algún sitio escondido, así sea un segundo plano. Mariel, la menor de mis cuñadas, dispuso una vitrina de caña para las piedras y algunas plantas, allí pusimos también el llao-llao grande que trajimos del lago Futalaufquen. María lo trajo envuelto en un suéter, como un bebé, aunque pesa como un chico de cuatro años. Ahí, en la vitrina, estuvo la piedra azulada junto a otras volcánicas de formas extravagantes. Tal vez pasara inadvertida, para ellos. Yo las miro a diario y no preciso más de tres o cuatro minutos, no hace falta que cierre los ojos, súbitamente hay arena sobre mi frente, en el pecho, las piernas, hierve, y es áspera. Una noche estuvimos escuchando música después que mis sobrinos se durmieron. Lucas, mi hermano mayor, había traído unos discos compactos de buen jazz, Ellington y otros, también Evans. Me sentí muy bien, no fueron sólo recuerdos, acaso vibraciones, algo se me aflojó en la cara. Las dos parejas se fueron a dormir, tanto por mi insistencia como por la hora. Me gusta que las parejas se besen, se mimen, se toquen casi disimulando, me gusta ahora mucho más. Se lo debo a María. Ella solía decirlo y después me di cuenta. Eran las dos de la mañana y me paré a ver las piedras de la vitrina. Sentí que alguien me tomaba de la mano, alguien me levantó del sillón y me acercó. Como aquella otra vez, en una sesión con María hace diez años. Me acerqué para ver las piedras de la vitrina y ahora que lo recuerdo compruebo que mi vista estaba dirigida al tercer estante, donde Mariel puso el clarinete viejo de caoba y junto, hacia un costado se abre el abanico de piedras volcánicas y la azul con trazos grises. Había aumentado su volumen. Y yo también. En forma pareja. Verla era una delicia, mantenía su armonía orgullosa frente a mi mirada que accedía al secreto. Dormí profundísimamente esa noche y ahora le guiño un ojo, en este preciso momento en que no evito mirarla. He visto cómo recobra su tamaño y se siente bien, igual que María, cuando me sonrío. Sé que hice un esfuerzo por sonreírle en la negra cabina de la ambulancia, los dos solos y aún ella tenía los ojos abiertos. No sé si alcanzó a verme. A rozar con su mirada el contorno de una sonrisa forzada y difícil o del llanto contenido mi grito sangre y saliva y vidrios sobre cuerpo María, retumbando, alargándose en una frenada que hace eco hoy en esta cabina prestada, este negro reciento parodia de altar para tus flores de madera, secas, inertes, más que las piedras, que los huesos y caparazones de moluscos en un frasco de vidrio y con agua de la canilla.
Ayer me regalaron dos frascos antiguos de vidrio transparente, ayer domingo, de la plaza San Telmo. Para los caracoles, también para las piedritas que trajo Silvio de las vacaciones. Primero separamos formas y colores. Después acomodamos por zonas o caras del frasco, colores y formas. Después revisamos cómo lucían las formas elegidas. Y los colores, por zonas, o caras, porque el frasco que armábamos tenía cuatro caras con los bordes redondeados. En un momento todo era igual. Iguales las cuatro caras del frasco atragantado de caracoles, conchillas y piedras, iguales los colores de cada uno de los cadáveres de moluscos, iguales las formas de cada uno de los huesos de playa argentina, iguales los caracoles de la cara de Silvio y los colores de sus manos y los ojos y las piedras que mostraba su sonrisa y la forma de la mesa o el vómito donde trabajábamos, igual el peso del nombre de María y el tintineo insoportable de cada espectro cayendo dentro del frasco, después Mariel que se ríe y escupe conchas nacaradas con sabor a yerba vieja y fría que Silvio ataja con su otra risa de satisfacción enferma y veo que le ponen agua de la canilla, agua contaminada de la ciudad, acaso es baba cayendo de mi boca cuando ya exhausto y sentado en la silla de la cocina contra los azulejos blancos y mi mejilla o una parte siente frío pero las manos sobre las rodillas.
El tío rompió vidrios, sólo con cuatro piedras.
EL FINAL DE LAS LÁGRIMAS
… No supe qué hacer, procuré que no me viera y la observé un largo rato detrás de la mesita del hall de entrada; se dejaba arrastrar como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado y…
La depresión más honda de su vida fue una tragedia para todos nosotros, un drama que se produjo con secuencias diarias y sin intermitencias. Sus continuas frustraciones, que se venían sucediendo desde hacía nueve meses, explotaron como la eclosión inesperada, casi absurda (porque a decir verdad, confiábamos plenamente en su fortaleza de espíritu y su equilibrio mental).
Comenzó una mañana en que no se levantó como de costumbre. Por la noche al llegar a casa, comprobamos que aún seguía encerrada en su cuarto. Todo estaba tal como lo habíamos dejado y cuando golpeé a su puerta respondió con el ruego lógico en días de actividad: déjenme descansar, por favor. Al día siguiente tampoco la vimos por la mañana. Decidí regresar al mediodía y la encontré en camisón, llorando desesperada y dando vueltas por la casa como si quisiera salir. No supe qué hacer, procuré que no me viera y la observé un largo rato detrás de la mesita del hall de entrada; se dejaba arrastrar como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado y la cantidad de angustia le tironeara los miembros hacia abajo. Caminó suplicante y cansada desde la cocina al baño y luego a su cuarto, se acostó en la cama y lloró aún más. Me fui sin hacer ruido. Esa noche demoré pero el estado de las cosas al volver era exactamente el mismo. De noche podíamos oír su lamento continuo, pero solía serenarse y nos parecía que lograba un sueño profundo y pesado. Yo temía que no quisiese despertar, y ella despertaba, aunque para llorar y arrastrarse cada vez con más tristeza. Pasaba todo el tiempo en camisón, encerrada, escondiéndose del mundo. Los primeros diez días lloró continuamente hasta agotar las lágrimas.
Mi primo el terapeuta dijo que esas lágrimas eran como la fiebre en otra enfermedad, entonces yo rogaba para que salieran de una vez, aunque la agotaran al punto de no tener fuerzas para caminar, pero que acabaran de salir para iniciar la recuperación.
Tuvo que permitirse otras manifestaciones de la angustia. Los diez días subsiguientes, sin reponerse aún, lloró y siguió llorando, ahora por el clítoris. Día y noche. Y las lágrimas estampaban el recorrido de su andar. El piso ganaba pequeños círculos brillosos y salados que aumentaban cada día, cada noche, cada hora. De su cuarto al baño, del baño hacia el living o hacia la cocina, apenas unas vueltas difíciles de reconstruir, que se superponían con el regreso a su cuarto, según parecía, apoyándose o sosteniéndose en la pared. Fue así como agotó la producción líquida de su cuerpo que sólo expresaba el estado de sufrimiento mudo, permanente y real. Los veinte días subsiguientes necesitó más lágrimas para tanto desconsuelo y comenzó a transpirar, a través de todos sus poros, lágrimas de pesar irreparable que humedecían las sábanas y quemaban la piel.
Ya no se levantaba, ya no cerraba su puerta.
Una noche me asomé para verla, aún dormida su cuerpo lloraba con temblores de sudor, su aspecto mostraba el agotamiento del alma quebrada y sus puños tensos habían borrado la figura de sus manos.
Al final, agotado ya el cuerpo de tanto llorar, la tía Zulema quedó quieta y seca sobre su cama. Quedé tieso cuando entré a su cuarto (esa tarde regresé temprano) y vi algo parecido a un montón de papeles arrugados. No sé qué extraño zumbido me sacudió por un momento, mi detención fue breve pero la sensación de parálisis creo que fue por el aire quieto y frío de esa cámara transparente en la que ingresé; algo, sí, aleteo, casi una vibración, me recordó que allí debía estar ella. Debe ser por eso que al acercarme distinguí una parte del esqueleto cubierto (persistente pudor aún en la consumación) con una traslúcida película de piel (o gasa, ya no recuerdo).
La tía Zulema nos dejó su imagen de fruta humana seca para estupor del resto de sus sobrinos que no creían mis relatos.
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